L As grandes calamidades naturales suelen movernos a la reflexión de una manera en que no lo hacen otros fenómenos igualmente destructivos y mortíferos, como las guerras o epidemias. Quizá porque al enfrentarnos a la furia de la Naturaleza recobramos el sentido de las proporciones que la Modernidad y nuestra soberbia han ido anulando: esa creencia de que podemos dominar, controlar, sojuzgar nuestro entorno, al que tanto maltratamos. De repente, la Madre Tierra se encarga de pegarnos unas buenas zurras, que con frecuencia se presentan mucho más nocivas que las provocadas por nuestra ira bélica (que después de todo carga culpas humanas) o las enfermedades (que solemos enfocar en dimensiones menores, al no haber destrucción material). Entonces es cuando nos damos cuenta de lo pequeños que realmente somos, en el contexto de nuestro planeta. Y de cómo aquello de lo que neciamente nos enorgullecemos puede convertirse en polvo de manera instantánea. Como decíamos, ello es capaz de provocar acciones y reflexiones más profundas y pertinentes que otras fuentes de aflicción que, al ser causadas por el hombre, suelen ser más frecuentes y vistas por tanto como "normales".
El gran terremoto de Lisboa del 1º de noviembre de 1755, por ejemplo, fue un catalizador para numerosas ideas en una época en la que uno hallaba pensadores y filósofos hasta debajo de las piedras. Después de que el sismo (probablemente de escala 9) aplastara una mayoría de los edificios de la capital lusa (con un buen porcentaje de sus habitantes dentro, dado que era mediodía), un tsunami se encargó de barrer el puerto, acabando con cuanto navío se hallaba surto. La decadencia colonial portuguesa tiene parte de su explicación en que la mitad de su armada desapareció en unos cuantos minutos.
Que una capital europea, en plena Ilustración, fuera destruida de manera tan rápida y contundente, produjo una poderosa impresión entre los pensadores de la época. Voltaire, que no dejaba ir una, aprovechó la oportunidad para cuestionar al Dios cristiano por su aparentemente caprichosa actitud, castigando por igual a virtuosos y malvados, creando enorme sufrimiento entre numerosos inocentes. Otros quisieron buscarle una explicación racional al asunto, y de hecho las hipótesis y suposiciones al respecto constituyen los primeros balbuceos de la ciencia sismológica. Vaya, hasta el buenazo de Immanuel Kant, quien no salía de su casa ni a recoger el periódico, elaboró una hipótesis que podríamos llamar científica (aunque equivocada) de qué provocó el terremoto lisboeta. La magnitud del desastre impulsó la búsqueda de explicaciones para un fenómeno harto conocido, (pero nunca explicado) desde la Antigüedad. Ello le dio un buen empujón al estudio de las ciencias de la Tierra.
También hay desastres que pueden tener repercusiones políticas, al convertirse en detonadores de cambios que sólo requerían una chispa de encendido. El 12 de noviembre de 1970, un superciclón que pasó a ser llamado la Tormenta Bhola, entró derechito y sin tocar baranda a la Bahía de Bengala, una de las zonas más densamente pobladas del planeta. Con vientos de hasta 200 kilómetros por hora chocó en lo que entonces constituía Pakistán Oriental, inundando buena parte del país. En una sola noche, miles de aldeas y pueblos fueron sepultados bajo las aguas. Decenas de miles de personas resultaron ahogadas sin haber sido prevenidas de lo que se les dejaba venir. Los esfuerzos de las autoridades (dirigidos desde Pakistán Occidental, a mil kilómetros de distancia) por ayudar a los damnificados fueron lentos, torpes y escasos. Por ello, la mortandad fue inmensa. Dependiendo de quién y cómo se cuente, murieron más de 500,000 personas, quizá un millón: el segundo peor desastre natural de la historia moderna (¿El primero? Las inundaciones del Huang Ho de 1931, que ahogaron a más de un millón de personas).
Los bengalíes de Pakistán Oriental consideraron que la negligencia de los paquistaníes occidentales había sido una muestra más de cómo éstos los discriminaban y consideraban inferiores. A los cuatro meses del desastre, estalló la guerra civil: los orientales buscaban zafarse del control de los occidentales. Como tenía que ser, India metió su cuchara apoyando a los orientales, de paso asestándole a Pakistán (ya a secas) una vergonzosa derrota militar. Al independizarse Pakistán Oriental en 1971, el nuevo país llamado Bangladesh todavía tenía una enorme masa de su población viviendo como refugiados, y al borde de la hambruna. De ahí se derivó el primer concierto de rock con fines humanitarios (organizado por George Harrison). La cuestión es que sin los costos materiales y humanos del ciclón Bhola, quizá Bangladesh nunca hubiera nacido.
Unos años después, otra catástrofe sirvió para encaminar a un gigantesco país por un camino muy distinto al que había seguido, con enormes consecuencias para el resto del mundo... y la historia contemporánea.
Al terminar 1975, China era conducida por una camarilla nefasta encabezada por Jiang Qing, la esposa del sempiterno dictador comunista Mao Zedong. Jiang era apoyada y cilindreada por otros tres ambiciosos figurones del Partido Comunista Chino (grupo que pasó a llamarse "La Banda de los Cuatro"), quienes creían poder posicionarse como los herederos de Mao. Éste se hallaba muy minado en su salud, y le dejaba los asuntos más importantes del Estado a su fiel y masoquista Canciller, Zhou Enlai. Éste, igualmente enfermo, apenas podía paliar los desperfectos y desmanes de la Revolución Cultural que Madame Mao deseaba continuar hasta sus últimas consecuencias (que serían, previsiblemente, la destrucción de la milenaria cultura del país, de su sistema educativo y de la intelectualidad china). Otro miembro de la vieja guardia comunista, Deng Xiaoping, clamaba por detener la Revolución Cultural y en pro de la introducción de reformas para sacar al país de la miseria y la ignorancia.
Y entonces a China le cayó el chahuistle: Zhou murió en enero de 1976; y seis meses después, el 28 de julio, ocurrió el peor sismo del siglo XX: el gran terremoto de Tangshan. El movimiento telúrico, de magnitud 8, destruyó por completo esa ciudad industrial. Los primeros informes gubernamentales (probablemente certeros) hablaron de 655,000 muertos. La cifra oficial luego fue bajada a "sólo" entre 240 y 255,000 difuntos. Ante semejante desastre, los miembros de la Banda de los Cuatro mostraron una incapacidad e insensibilidad inauditas: se negaron a permitir la entrada del auxilio internacional, la movilización de la ayuda fue muy lenta, y pronto quedó claro que lo importante para Jiang Qing era el poder, no los damnificados. En una declaración muy a su estilo, dijo: "Sólo hubo unos cuantos cientos de miles de muertos. ¿Y eso qué? En cambio, denunciar a Deng Xiaoping es importante para 800 millones de personas". Sin comentarios.
Unas semanas después, murió Mao (por eso a 1976 se le conoce en China como el Año de la Maldición). Los reformistas aprovecharon el descrédito de la Banda de los Cuatro y una vieja creencia china: que los grandes desastres presagiaban un cambio de dinastía. Deng y los reformadores no tardaron en descharchar a la histérica viuda de Mao, tomaron el poder, y encaminaron a China a lo que es hoy. Lo que quizá hubiera tardado mucho más (o nunca hubiera ocurrido) de no ser por el sismo de Tangshan.
Total, que las grandes calamidades pueden tener consecuencias insospechadas. Y nos permiten mirarnos al espejo de manera distinta.
Consejo no pedido pala letaldal el leencuentlo con sus honolables ancestlos: Lea "Cisnes salvajes: tres hijas de China", de Jung Chang, interesantísima y llegadora biografía de tres generaciones de mujeres en el turbulento siglo XX chino. Provecho.
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