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El Abominable

JUAN VILLORO

Ciertas personas desagradan porque el ADN les diseñó unos párpados que aparentan suficiencia o unas cejas que simulan orgullo.

José Mourinho, entrenador del Real Madrid, considera que desagradar es un oficio, y tal vez un arte. Lo más extraño en su biografía es su segundo apellido: Dos Santos. Su actuación pública es la de un diablo completo.

Respaldado por un éxito insólito (triunfó en Portugal con el Oporto, en Inglaterra con el Chelsea y en Italia con el Inter), llegó a Madrid hace tres meses. "Vengo con mis virtudes y mis defectos", anunció. Poco después, hizo su perfil psicológico: "Soy antipático; sólo me llevo bien con mi familia, mis amigos y mis jugadores". La frase significaba varias cosas a la vez. Por principio de cuentas, sugería que si los periodistas deseaban encontrar a un técnico simpático, podían tocar la puerta de Guardiola. Así otorgó a su mayor adversario la responsabilidad añadida de agradar a los demás. Por otra parte, al declararse cercano a la familia, los amigos y los jugadores, indicaba que es ajeno a la hipocresía y no convierte sus afectos en relaciones públicas.

Los titulares de Mou son más llamativos en la prensa que en la cancha. Sus logros deportivos (tiene los mejores números de un entrenador debutante en el Real Madrid) y su salario (10 millones de euros anuales en tiempos de recesión) se discuten menos que sus declaraciones. Cuando pisó el pasto del Santiago Bernabeu dijo que parecía un "campo de patatas" y obligó a cambiarlo. La medida fue acertada (el Barcelona tardó en hacer lo mismo y Pedro se lesionó al caer en un hueco). Cuando le preguntaron por qué no alineaba al joven Pedro León, contestó sin miramientos: "Porque no obedeció las instrucciones. ¡No me hablen de él como si fuera Maradona o Zidane!". Cuando el modesto Sporting cayó ante el Barcelona, acusó al entrenador de regalar el partido por incluir suplentes. Este último episodio llevó a Preciado, entrenador del Sporting a decir que su colega era un "canalla". Así se caldeó el partido del domingo pasado. Mou el Terrible no estuvo al borde del campo porque había insultado a un árbitro en otro partido y tenía una sanción. Siguió el juego desde un palco. La cámara captaba su sombra a contraluz, como si fuera el Nostradamus del estadio.

El País le dedicó un editorial donde lo llama Perfectus Detritus, como el personaje de Asterix que protagoniza el episodio La Cizaña, una severa descalificación del entrenador que siembra la discordia sin responsabilizarse de sus efectos y del club que lo respalda, fomentando la impunidad.

La personalidad de Mourinho desafía a los psicólogos. ¿Hay alguien capaz de armar ese Rubik's Cube mental? Es el hombre que los rivales aman odiar, el antihéroe que puso orden en el acaudalado vestidor del Real Madrid, el zar de la incorrección política, el intrépido que ultraja con su franqueza y, también, el simpático a contrapelo que se burla de un entorno donde predomina la barbarie y la corrupción.

¿Qué tan primitivo es el futbol? La escala Mou nos da la medida. En una actividad que produce millones para que la gente injurie sin freno en las tribunas, la educación parece signo de debilidad. Guardiola resulta ahí demasiado culto (una campaña de prensa propagó el rumor de que tiene el vicio, en apariencia homosexual, de ¡leer poesía!).

Cuando un jugador se prepara para tirar un corner y queda a un par de metros de las tribunas, recibe escupitajos e ignominias. En el pecho lleva un anuncio que puede ser de Burger King. Mourinho ha entendido ese ámbito de la provocación y el consumo. Es un troglodita de diseño.

No le faltan sentimientos, como lo demostró en la pasada final de la Champions, cuando lloró en brazos de Materazzi, el defensa multitatuado que provocó a Zidane en Alemania 2006, troglodita de la vieja escuela.

Quienes escribimos de futbol solemos agregarle virtudes imaginarias. El efecto Mou es un baño de realidad. El futbol huele a lodo y a dinero.

En su novela La ceremonia de la traición, Mario Brelich lanza una inquietante conjetura: Judas sabía que su traición era necesaria para realzar la imagen de Jesús. Aceptó un descrédito eterno para que el sacrificio sucediera. A cambio de 30 monedas -cifra ridícula incluso para una época muy anterior al futbol profesional-, decidió inmolarse, ser, definitivamente, el infame. ¿No hay mayor santidad en el calvario sin recompensa que en la gloria garantizada? Judas aparece en esta lectura como un villano voluntario, un mártir absoluto, sin redención posible.

¿El apellido Dos Santos de Mourinho alude a esa duplicidad? Su forma de ser Judas es distinta: encarna con brillantez lo peor del futbol (el primitivismo, la supremacía del dinero, la competitividad afrentosa) y muestra que así se triunfa.

Tal vez dispone de una gran capacidad de negación o practica una perversión que le permite disfrutar al ser odiado. Más allá de las subjetividades del señor Mourinho, conviene analizar lo que su conducta dice de nuestra época: en esta variante de la Pasión, Judas se sale con la suya.

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