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El comentario de hoy

FRANCISCO AMPARÁN

Dilemas éticos

Doce años tarde, pero finalmente la verdad salió a flote. No que la ignoráramos: todos sabíamos lo que había ocurrido. Pero el mentiroso no confesó y se declaró arrepentido sino hasta hace un par de días. La cuestión es qué consecuencias tendrá ese hecho. Y si el montar un espectáculo de lágrimas, declaraciones con un nudo en la garganta y la automortificación de los arrepentidos (sinceros o no) es suficiente para perdonar a quien nos decepcionó; si es lo único que se requiere para dar por terminado un asunto.

Muchos pensamos que no.

Hace unos días, el beisbolista Mark McGuire, retirado desde 2001, confesó que durante los años noventa consumió esteroides, hormonas de crecimiento humano y vaya uno a saber qué otras sustancias, como una forma de tener ventajas competitivas. En un deporte cuyo salario mínimo empieza en los 300,000 dólares anuales, ser el mejor, tener más potencia o velocidad, puede ser la diferencia entre seis o siete guarismos en el cheque. La tentación de aprovechar cualquier resquicio, aunque no sea muy ético, siempre ha estado presente. En 1998, McGwire y Sammy Sosa protagonizaron una encarnizada carrera en pos del liderato de bateo de home-runs, no sólo para esa temporada, sino de la historia. Lo cuál hubiera estado muy bien, de no ser porque las humanidades de Sosa y McGwire eran muy diferentes a cuando la década empezaba: Sosa parecía necesitar una gorra cinco o seis números más grande. McGwire lucía unos bíceps que hicieron automático el apodo de Popeye. En ese entonces las hormonas y esteroides no estaba explícitamente prohibidas, pero se consideraba como un agandalle el usar sustancias que otros no querían emplear para aumentar su desempeño. Aunque la mayoría sospechábamos de dónde había salido la fuerza extra de esos peloteros, ni McGwire ni Sosa dijeron esta boca es mía. A fin de cuentas, ambos deportistas rompieron la marca histórica de vuelacercas de Roger Maris... el cual la había conseguido no sólo sin inyectarse nada, sino ante la hostilidad generalizada de muchos aficionados, por atreverse a sobrepasar el récord de Babe Ruth. En mi guión, Maris es un gran tipo, McGwire un gran tramposo.

¿Por qué confesó McGwire al fin? Dos razones: al aceptar un nuevo trabajo como coach de bateo de los Cardenales, sabía que el asunto de su dopaje iba a salir a flote de inmediato. Además, es creencia generalizada que McGwire no ha entrado al Salón de la Fama del Beisbol precisamente por haber hecho trampa sin reconocerlo. Ahora que ya lo admitió, se supone que las puertas de Cooperstown serán más fáciles de abrir. La verdad, el derramar lágrimas de cocodrilo y pedir perdón frente a las cámaras no deberían ser boleto para la inmortalidad en el beisbol. Ni en ningún otro deporte. Ni en ninguna empresa humana. Eso creen, opinamos, muchos.

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