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El comentario de hoy

Un país de modelos de Fernando Botero

FRANCISCO AMPARÁN

Quizá porque ya se cansó de hacerle al Moisés, bajando decálogos del Monte Sinaí cada quince días; y porque sabe que el pendenciero Poder Legislativo va a hacer un galimatías con la discusión sobre las reformas propuestas, el presidente Felipe Calderón decidió encabezar una campaña a la que difícilmente se puede oponer nadie, y que no se presta para recibir fuego amigo: reducir los índices nacionales de obesidad y sobrepeso, una condición que afecta a más de siete de cada diez mexicanos adultos, y que coloca a México en el segundo lugar mundial de tan pesada categoría.

Por supuesto, la cruzada contra las calorías no tiene sólo una motivación política. La obesidad es un problema de salud pública cada vez más grave, y que para colmo está afectado con mayor frecuencia a los menores de edad. En un país donde la mitad de la población es pobre, muchos niños presentan síntomas de obesidad desde los cinco años. O sea que les esperan décadas con problemas de salud. Y una existencia probablemente más corta y de menor calidad que sus compatriotas que no padecen esa condición.

Las personas obesas tienen muchos más problemas como hipertensión, males coronarios y diabetes. La mayoría de los obesos tiene dolencias en la columna y articulaciones, y cómo no: imagínese andar cargando un bulto de cemento de treinta kilos todo el día, todos los días. Ese es el efecto de la obesidad en huesos y músculos.

Todo ello se traduce en gastos enormes en los sistemas de salud, tanto públicos como privados, que de otra manera se podrían emplear en áreas prioritarias. El país va a gastar miles de millones de pesos en las próximas décadas a consecuencia de las complicaciones que trae aparejada la obesidad. Por ello hay que atacar el problema cuanto antes.

Como tantas cosas en México, la obesidad tiene que ver con fallas sistémicas no sólo del Gobierno, sino de esa abstracción que es "la mexicanidad". El Gobierno no ha sabido crear políticas públicas que combatan los alimentos grasosos (sean empacados o informales), limiten el acceso de los niños a la comida "chatarra", y promuevan la actividad física para llevar una vida sana. La población es bombardeada con publicidad de productos de nulo contenido nutritivo, que se salen con la suya añadiendo al final del anuncio alguna frase inane y pronunciada a toda velocidad. En las escuelas, esos baluartes de la mediocridad y el conformismo, la llamada educación física es generalmente una broma siniestra. En un país en el que cada ciudadano es un "experto" en deportes, pocos mueven más músculos que los necesarios para ir del refri a la tele y viceversa.

Los padres de familia con frecuencia prefieren que sus hijos "se llenen" con papitas para que no den lata antes de tiempo. Asimismo, sobran padres que desayunan con refrescos embotellados y no con leche. Y son múltiples las pobres almas que creen que pueden bajar de peso con pastillas y menjunjes de todo tipo... sin levantar un dedo para hacer ejercicio.

El caso es que, ciertamente, la obesidad tiene que ver con malas prácticas públicas y privadas... que hay que abandonar cuanto antes. Ni modo, a sacrificarse.

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