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EL COMENTARIO DE HOY

Masacres

FRANCISCO AMPARÁN

El mexicano promedio no hace caso a las estadísticas, declaraciones y anuncios de las autoridades. El mexicano promedio le cree al ambiente percibido más que a las noticias que recibe. Por ello, el mexicano promedio tiene miedo de que, sin deberla ni temerla, le toque un balazo. A él o a su hijo adolescente. Antes se podía alegar que los muertos eran consecuencia de aquello de que "el que a hierro mata, a hierro muere": si aparecían acribillados era porque algo debían, en algún negocio chueco andaban. Ya no. Las recientes masacres de jóvenes en Ciudad Juárez y Torreón apuntan a una realidad inconstestable: cualquiera puede ser víctima del crimen, a cualquier hora, en cualquier lugar. El beneficio de la duda que suelen tener los inocentes no se aplica en el caso de México. Algo tan inofensivo como organizar una fiesta casera en la calle puede derivar en una matanza de quinceañeros. El acudir a un antro a divertirse en la noche puede constituir una sentencia de muerte.

Hay muchos detalles horribles en lo ocurrido estos últimos días, pero creo que sobresalen tres: en primer lugar, el aparente sinsentido de los crímenes y el particular desprecio por la vida humana de los atacantes. Si es cierto que los asesinos iban en busca de una persona en particular, ¿para qué ametrallar a todos los asistentes? ¿Simplemente para no perder tiempo encontrando al buscado? ¿O estamos viendo una evolución de las bandas, de asesinas "por necesidad", a asesinas "por gusto"? Luego de atestiguar y producir la muerte a docenas de personas, ¿a esa gente le produce algún tipo de placer el sufrimiento gratuito asestado al prójimo? ¿O será que andan cotidianamente tan intoxicados, que ya son insensibles a cualquier tipo de sentimiento mínimamente humanitario?

El segundo detalle particularmente terrible es que las víctimas no pueden esperar justicia, dado que la impunidad, como históricamente ha ocurrido en México, es la regla y no la excepción. El fracaso del Estado mexicano queda en evidencia en el momento en que es incapaz de cumplir con su función básica y primordial, que es la de darle seguridad a sus ciudadanos, y castigar a quienes actúan en contra de los intereses de la sociedad. Décadas de apatía ciudadana, ineptitud y corrupción gubernamental, y permisividad social, han generado una situación en la que el colapso de las reglas elementales de convivencia parece inminente. Nunca se hizo nada por crear policías profesionales, ni para mantener fuera de la sociedad a los delincuentes más empedernidos. Ahí están las consecuencias. En un país donde la impunidad es absoluta, tarde o temprano los impunes terminan teniendo la sartén por el mango.

Un tercer detalle horroroso: que estos acontecimientos, para algunos, ya no son noticia. Ni siquiera ocurriendo a unos kilómetros de donde se vive o trabaja. Lo cotidiano de la brutalidad, y el conocimiento de la impunidad universal, están adormeciendo la conciencia nacional. Y vamos en camino de convertirnos en una nación de cínicos: el primer paso hacia el despeñadero del caos.

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