Hace unos cuantos días me encontré a un alumno mío de último semestre de preparatoria, echando pestes, sapos y culebras. Le pregunté el motivo de su enfado. Me respondió que habían suspendido el viaje de misiones que tradicionalmente realizan estudiantes de Torreón a comunidades serranas de Durango y Chihuahua. En ellas, los muchachos llevan productos de primera necesidad a localidades dejadas de la mano de Dios. Con frecuencia, lo que les aportan los chavos es la única forma de tener acceso a ciertos bienes, desde latas de alimento hasta medicinas de patente. A su vez, los jóvenes tienen contacto con una realidad para ellos desconocida hasta entonces, que los hace abrir los ojos a las injusticias y los lastres que viene acarreando su país... y lo difícil que puede ser la vida para gente de su edad, que se halla a unas horas en carro de donde ellos viven holgadamente.
La razón de la suspensión del viaje era obvia: los niveles de inseguridad ya no digamos en las comunidades serranas, sino en las carreteras. El alumno estaba disgustado porque tenía desde secundaria anhelando hacer el viaje; y ahora, por su edad, nunca lo iba a poder realizar. Le respondí que me parecía muy prudente y responsable de parte de los organizadores el haber suspendido la travesía. Los productos quizá se pudieran hacer llegar de una forma u otra. Pero era demasiado arriesgado que docenas de jóvenes se aventuraran a lugares que, para efectos prácticos, están más allá de la autoridad del Estado mexicano. Si en tiempos normales son lugares con escasa presencia de la ley, en los que corren sencillamente son territorio comanche.
La cruel realidad me dio la razón: hace unos días, diez menores de edad y jóvenes fueron masacrados en un paraje de Pueblo Nuevo, Durango... que si no me equivoco, es uno de los municipios a los que asistían los muchachos de misiones.
Este nuevo acto de barbarie es un indicio más de cómo se ha venido desgarrando el tejido social y el entramado moral de muchos mexicanos. Resulta difícil entender qué motiva a alguien a disparar sobre niños: no son rivales, no forman parte de una pandilla enemiga, no representan ninguna amenaza. La información dada por las autoridades no sirve de gran cosa, y es contradictoria. Así que sólo nos queda especular qué pudo motivar semejante salvajismo.
¿Pudo tratarse de una confusión? Al parecer la matanza se hizo a quemarropa. A los asesinos les debe haber quedado claro que se trataba de niños. ¿Una venganza? De ser así, el absoluto desprecio por la vida humana, incluso de quienes no tenían nada que ver con el asunto, nos revela lo bajo que se ha descendido en la espiral de barbarie en que se ha convertido la criminalidad en México.
Estamos cosechando los frutos de décadas de ineficiencia judicial, jueces venales y completa impunidad. Y nuestros niños están perdiendo la vida por ello.