Hoy es el solsticio de verano, el día más largo del año en el Hemisferio Boreal. De aquí en adelante, los días se van a ir acortando, aunque el maldito calor lagunero parezca volverse más irritante y pesado en las semanas por venir. Pero no se apuren: son simples figuraciones suyas.
Entrando en materia: lo ocurrido el jueves pasado, cuando una eficiente selección mexicana derrotó a un deshilvanado, perezoso y apático cuadro francés, nos hace reflexionar sobre el papel que históricamente ha tenido la cara Lutecia para que los mexicanos nos demos cuenta de algo muy sencillo: que lo único que se necesita para triunfar es hacer las cosas bien. Nada de heroísmos, de supuestos niños tirándose (bueno, suicidándose) envueltos en la bandera, ni de grandes sacrificios. No, lo que normalmente se requiere para alcanzar objetivos previstos, es hacer las cosas como deben hacerse. Y ya. No será muy espectacular, ni deja mucho para ponerle nombres a las calles, pero es como usualmente han actuado las sociedades y naciones exitosas. Ésas que tienen la dicha de no necesitar héroes; o sea, fracasados que murieron sin alcanzar sus objetivos.
Decíamos que Francia parece haber recibido la encomienda histórica de recordarnos un concepto tan simple. Digo, ya van mínimo dos veces que con su ineptitud nos ha ayudado a comprenderlo.
El 5 de mayo de 1862, Ignacio Zaragoza tomó una decisión excepcional en la historia militar de nuestro país: actuó según el librito, sin raptos de imaginación ni puntadas delirantes. Sabía lo que tenía: un ejército peor equipado y entrenado que el francés, con poco parque y reservas. Por tanto, había que pelear una batalla defensiva, aprovechando la geografía de Puebla y esperando capitalizar un error de los contrarios. Los franceses hicieron lo contrario, dibujando un plan de combate hecho y ejecutado con las patas. La victoria de ese día no tuvo nada que ver con suerte, casualidad ni intervenciones de la Virgencita Morena: Zaragoza hizo las cosas bien, como tenían que hacerse, y Lorences creyó que ya había ganado nada más con pararse enfrente de Puebla. No hay ningún misterio.
El 17 de junio de 2010, la selección mexicana no realizó nada heroico ni excepcional: hizo las cosas bien, como tenían que hacerse usando el personal con que se contaba y ante el rival que se enfrentaba. Se jugó como equipo, y con una mezcla de mocosos entusiastas y veteranos con la movilidad de un bulto de cemento, se enfrentó como debía hacerse a un equipo galo sin corazón, orden ni concierto. Y ya.
¿No podríamos hacer las cosas bien en otros ámbitos de nuestra vida nacional... y sin requerir de una manita de los franceses? Es pregunta.