A lo largo de su historia, y al igual que muchos otros pueblos, los Estados Unidos han ido creando toda una mitología e iconografía nacionales, que les sirve para identificarse y explicarse como pueblo; y para encontrarle méritos a una historia que, como la de cualquier país, tiene sus claroscuros.
Por ejemplo, los maestros norteamericanos saturan a los chiquillos de primaria con la historia de Abraham Lincoln; quien, pobrecito, nació en una cabaña de troncos (igual que todos los niños en 1809), no aprendió a leer sino hasta los 14 años (igual que todos los niños de su era) y quien tenía que cortar su propia leña para calentar la mentada casa de troncos (como siguen haciéndolo quienes tienen casas en el campo, sean de troncos o no). Y ¡sorpresa!, pese a todo ello, llegó a presidente de la república y a adornar (dudosamente) las monedas de a centavo. La moraleja: ser de origen humilde no es excusa para no alcanzar las alturas; y el trabajo duro y honesto conduce al éxito.
Otro símbolo de la identidad colectiva norteamericana es el solitario justiciero: el que por sí solo busca hacer lo que considera es bueno y justo. Este ícono es generalmente representado por un pistolero del Viejo Oeste, que arriba a un pueblo amenazado; y él solito, sin depender de nadie ni esperar ningún tipo de ayuda o agradecimiento, se echa encima la misión de redimir desgracias y deshacer entuertos. Llega de ninguna parte, reparte guamazos y balazos, y luego se marcha con rumbo desconocido, de preferencia cabalgado hacia el sol poniéndose en el ocaso, y al son de música de armónica.
El problema es cuando la gente se cree los mitos; y no sólo eso, sino que pretende actuarlos; peor aún, cuando piensa que su accionar ha sido sancionado, ordenado, por Dios.
Fue lo que le ocurrió a un expresidiario norteamericano no muy cuerdo llamado Gary Faulkner, quien fuera aprehendido hace unos días en la turbulenta frontera entre Afganistán y Pakistán por autoridades de este último país. Y es que Faulkner andaba en esa violentísima tierra de nadie con el propósito de encontrar y ejecutar a Osama bin Laden. En su opinión, lo que no han podido hacer los ineptos Gobierno y Ejército de Estados Unidos, bien lo podía llevar a cabo ese ícono de la cultura popular norteamericana, el vengador solitario. Para mayor INRI, Faulkner acometió tan peliaguda misión porque, según él, Dios le había ordenado acabar con tan nefasto personaje.
Las autoridades paquistaníes le habían seguido la huella a Faulkner desde que entró al país. De manera tal que, cuando se enteraron de sus planes, decidieron acabar de tajo con la charada, antes de que el solitario justiciero hiciera algo de lo que luego hubiera que lamentarse.
Aquí podríamos sacar una moraleja: que cuando fallan los esfuerzos institucionales, colectivos, no falta el individuo emprendedor que, por propia iniciativa y calzonazos, trata de cumplir con el objetivo. Ya que tenga éxito es otra cuestión... especialmente si piensa que las órdenes se las dio el Güero Chuy.