El asesinato del candidato a gobernador de Tamaulipas por el PRI, Rodolfo Torre Cantú, ha cimbrado no sólo a la clase política nacional, sino también a una opinión pública cada vez más refractaria y cínica, endurecida por la violencia cotidiana. Torre Cantú era, para efectos prácticos, el gobernador electo, dado que llevaba una ventaja de dos a uno en relación con su competidor más cercano. Que el crimen organizado pegue a niveles tan altos debe tener una dedicatoria. Sin duda. El problema es que no sabemos cuál es, ni a quién está dirigida.
Prácticamente todos los comentaristas de la vida pública mexicana dedicaron sus espacios a la muerte de Torre Cantú. Lo interesante es que hubo una pluralidad de interpretaciones de qué era lo que significaba. Para algunos, es una bravuconada de los narcos, haciéndonos ver que su impunidad es absoluta, y que pueden matar a quien sea. No hay poder en este país por encima del suyo, especialmente en ciertas regiones, ciertos estados. Según ese punto de vista, el asesinato de Torre no tiene más objeto que el hacer ver quién manda en Tamaulipas. Como si no lo supiéramos desde hace mucho...
Otros elucubran que ya existía un acuerdo entre un grupo criminal y el futuro gobernador. Pero que una organización mafiosa rival decidió acabar con el pacto de la manera más radical posible. Por supuesto, no hay manera de saber si esta versión es cierta o no. Pero que algunos la aventuren públicamente nos habla volúmenes de la desconfianza que existe entre la ciudadanía en relación a la rectitud y honestidad de sus gobernantes.
Otra versión es el espejo de la anterior: que Torre Cantú no quiso negociar con los poderes fácticos, y éstos se la cobraron. En ese caso, sin embargo, debería haber habido amenazas previas, mensajes nada sutiles. Y según la gente cercana al asesinado, no existió nada por el estilo.
Como se puede ver, tenemos un evento de impacto nacional cuyo significado real (señal de los tiempos que corren) ni siquiera comprendemos. Quizá ésa es la peor señal que percibe la ciudadanía: que nada de lo que ocurre a nuestro alrededor tiene pies ni cabeza. Que la lógica usual cada vez se aplica menos a nuestro entorno, trastocado por una violencia sin sentido ni racionalidad. Que quienes se supone nos deben gobernar andan como gallinas despescuezadas, dando palos de ciego, sin saber siquiera a quién se están enfrentando.
En un ambiente tal de descomposición social, lo que puede hacer la sociedad es actuar en el ámbito de su competencia: con los hijos, con los vecinos. Predicando con el ejemplo. Demostrando que si los gobernantes son ineptos y corruptos, los de a pie no lo somos. Que si ellos han perdido la dignidad y la vergüenza, nosotros no. Es la única señal que podemos contraponer al oscuro, ilegible mensaje del crimen y la violencia.