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El estado de la nación

Agenda ciudadana

LORENZO MEYER

"Una falla de fondo en el

Funcionamiento del Estado

Puede tener efectos negativos

Sobre el sentido mismo

De comunidad nacional".

Lorenzo Meyer

Calificar los tiempos políticos que corren como malos no es opinión personal sino percepción dominante. Así lo prueban, entre otros indicadores, las encuestas. Por ejemplo, en 2008 y según la Secretaría de Gobernación, el 54% de los mexicanos dijo estar poco o nada satisfecho con su democracia y sólo el 5% se situó en el nicho de los muy satisfechos. La misma fuente mostró que apenas el 11% de los ciudadanos suponía que los legisladores tomaban en cuenta el interés general y no su interés particular al elaborar las leyes, (Encuesta Nacional sobre Cultura Política, 2008). Como en el último par de años las cosas no han mejorado es posible que hoy la proporción de insatisfechos sea mayor.

Ante un estado de cosas tan poco satisfactorio, hay quienes sostienen, notablemente Porfirio Muñoz Ledo, que para detener la prematura decadencia del nuevo régimen político mexicano se debe llevar a cabo la pospuesta gran reforma del Estado, la que no se hizo cuando se pudo y se debió: en 2001, cuando la legitimidad del nuevo régimen estaba en su cima y una acción de esa naturaleza hubiera canalizado constructivamente la gran energía y el entusiasmo ciudadanos.

El tiempo en política es un elemento de extraordinaria importancia. El haber pospuesto indefinidamente la reforma del Estado ha aumentado no sólo su grado de dificultad sino también sus consecuencias negativas sobre ese segundo y vital elemento del concepto "Estado-nación". Así pues, actualmente hay que preocuparse no sólo por el estado del Estado sino también por el estado de la nación.

No vale la pena perderse en una discusión sobre qué es exactamente una nación. Para nuestro propósito basta con definirla como una comunidad más o menos numerosa, cuya mayoría habita en una unidad geográfica con límites identificables y que posee un sentido de identidad frente a otras comunidades. Ese sentido de identidad está cimentado en la conciencia de los miembros de compartir el pasado histórico, rasgos culturales sustantivos y un sentido de futuro. En ciertos casos, fue el surgimiento de esa identidad nacional lo que desembocó en la creación del Estado -los ejemplos clásicos son Inglaterra y Francia- pero en otros, quizá más numerosos, ocurrió más bien lo opuesto: fue el establecimiento del Estado lo que permitió intentar forjar a la nación. México pertenece a este último tipo de comunidades, de ahí que en su caso más que en otros el debilitamiento o fracaso del Estado puede repercutir de manera negativa en el sentimiento y sentido mismo de nación que, después de todo, tiene apenas un siglo y pico de existir.

. En 1829, Joel Poinsett, el primer enviado norteamericano ante el Gobierno de México y un personaje con poca simpatía hacia los mexicanos, pero inteligente y buen observador, informó al secretario de Estado, Martin Van Buren, que, como resultado de su larga historia colonial, las diferencias entre las clases eran abismales en México. Y si bien la élite -la "aristocracia"- era básicamente "ignorante e inmoral", las clases trabajadoras -los "7/8 de la población"- eran "pacientes, laboriosas y sumisas", pero el grado de explotación al que habían sido sometidas por tres siglos las había convertido en pobres, ignorantes y supersticiosas, todo en extremo. Para esa mayoría de mexicanos, aseguró el observador, la política se concretaba al odio por los "gachupines". En esas condiciones hacer de la Nueva España una nación, era una tarea que, de tan difícil, resultaba casi un imposible. Poinsett podía exagerar, pero atinó al subrayar la enormidad de la empresa de construir una nación con la sociedad fragmentada que habían dejado siglos de expoliación y la terrible lucha civil desatada en 1810.

La guerra de Independencia heredó a México, entre otras cosas, una movilización social que no pudo ser encauzada nacional y constructivamente porque el entorno político carecía de instituciones y líderes para ello. El Estado mexicano que nació en 1821 tuvo que arrancar teniendo como base el entramado institucional colonial, cuyo propósito nunca fue alentar el espíritu nacional sino todo lo contrario. Ese Estado nuevo, comandado por dirigentes sin experiencia ni formación, empezó mezclando lo que quedaba en pie del pasado -la simbiosis entre Iglesia y Estado, por ejemplo- con lo que se proponía como futuro -un sistema presidencial, republicano y federal, al estilo norteamericano.

Con un imperio efímero primero y una república con varias constituciones después, la sociedad mexicana de inicios del siglo XIX se desperdigó y se refugió en lo más firme que encontró: los poderes, economías y culturas regionales y locales. La nación simplemente fue la idea de una minoría. Si como señalara Charles Tilly "los estados hacen la guerra y la guerra hace a los estados", (Coercion, capital and European States, AD 990-1990, [1990]), en nuestro caso las guerras civiles y las de un Estado fantasmagórico -el mexicano- contra Estados Unidos y Francia, casi lo deshicieron a él y a la nación.

Al final, con la restauración de la República en 1867, los liberales tuvieron la capacidad de empezar la tarea que todos los dirigentes se habían propuesto de tiempo atrás: crear la nación, incluso usando la fuerza sin parar mientes en excesos, para superar los obstáculos creados por las divisiones de clase, raza, historia, cultura, geografía e intereses regionales. La dictadura de Porfirio Díaz avanzó bastante en desarrollar tanto al Estado como el sentido de nación mexicanos, pero en el proceso, el cambio rebasó la capacidad institucional instalada y se produjo la gran crisis de 1910-1911.

Lo que en 1910 empezó como una mera defensa del sufragio efectivo terminó en revolución social. Esa revolución rehízo el entramado institucional -la Constitución de 1917- y concentró el poder político como nunca antes, pero no logró superar el carácter autoritario del sistema.

El Estado posrevolucionario edificó mejores instituciones e instrumentos políticos, económicos y culturales para insistir en la interminable tarea de construir y fortalecer la nación mexicana. En apoyo de esa empresa lo mismo se empleó a un partido de Estado (PRI), que la redistribución de la tierra, un presidencialismo sin contrapesos efectivos, un sistema de educación pública que un seguro social. La contraparte fueron elecciones sin competencia, corrupción y debilidad permanente del Estado de Derecho.

En los 1960, el éxito político y económico de la post revolución demandó un ritmo de cambio institucional que no convino al autoritarismo y el resultado fue una serie de disfuncionalidades políticas que se expresaron en las crisis del 68 y del 88 así como en el levantamiento neozapatista de 1994. En el ramo económico, surgieron problemas crecientes con el modelo adoptado que llevaron a la caída en la tasa histórica de crecimiento del PIB, al derrumbe del 82 así como al escándalo del Fobaproa, entre otros problemas.

La insatisfacción con la mediocridad del crecimiento económico a partir de 1982, lo abierto de la corrupción y del fraude electoral, la acentuación de la desigualdad social y factores similares llevaron a una pérdida de confianza en el destino mismo de la nación, del proyecto común. Sin embargo, la derrota del viejo partido autoritario en el 2000 produjo un sentimiento de renovación: México pareció ponerse a tono con la modernidad política de la post Guerra Fría.

Lo que se suponía sería la transición mexicana a la democracia la encabezó una derecha que no prometió un cambio en la estructura social o económica, pero sí acelerar el crecimiento de la economía, generar empleo, atraer inversión extranjera, hacer realidad el Estado de Derecho, combatir a la impunidad pasada y presente, recuperar la seguridad pública, desmantelar el corporativismo priista, transparentar la acción del gobierno, asegurar el juego electoral limpio y otras acciones que recuperarían el orgullo de los mexicanos y reafirmarían el sentido de nación.

En la medida en que las expectativas despertadas por el proceso político del 2000 no se cumplieron el sentido de empresa común de los mexicanos, de nación, se ha debilitado. Esa desilusión colectiva puede llevar ahora lo mismo a la apatía que a la movilización, pero una movilización sin reformas institucionales de fondo -en particular la del Estado-, conlleva el riesgo de convertirse en energía social desperdiciada o destructiva. Y las repercusiones podrían ser trascendentes: no sólo podría fallar el Estado sino el sentido mismo de nación, precisamente, por no cumplir con su objetivo final: una convivencia más armónica, justa y digna.

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