Algunos de los actores y analistas políticos que hoy conmemoran los 20 años del IFE aparecen descaradamente guiados por la búsqueda -para ellos o para sus prospectos- de las posiciones en disputa en los órganos electorales y en los cargos sujetos a las urnas.
Nada que ver con el propósito de recuperar el clima de fundación de los primeros años 90, la energía de quienes se sabían constructores de un nuevo sistema o el ánimo de aprendizaje del mundo de la modernidad política y de la solidez jurídica que les dejaban las lecciones que cotidianamente les ofrecía José Luis Lamadrid.
Muy lejos se encuentran algunos de los celebrantes de hoy de aquellos impulsos constructivos, de aquella humildad con que recibían las enseñanzas de la política y el derecho comparados del legislador priista. Es cierto que, desde entonces, alguno de sus escuchas se hizo experto y autoridad en la materia transcribiendo y luego publicando como propios los dictados de aquel Lama. Otros se erigieron en sus voceros fieles mientras simplemente construían sus expectativas, por ejemplo, para gobernar sus estados ya fuera por su partido de entonces o por cualquiera de los que se volverían competitivos con la reforma.
Pero por encima de estas anécdotas, y sobre resistencias, ambiciones e intereses, lo trascendente fue que se construyó entonces un modelo electoral capaz de darle curso al nuevo ciclo de elecciones competitivas iniciado en 1988. Porque lo urgente era dejar atrás los restos del sistema de partido dominante y su modelo electoral imposibilitado ya de darles certeza, precisión y aceptación a los procesos y a los resultados de las urnas en la nueva época que se abría.
El problema lo constituyen ahora quienes se proclaman artífices únicos del cambio iniciado hace 20 años, incluso negando los méritos de sus guías, contrapartes o jefes en aquellos grandes acuerdos y aquellas trascendentes decisiones. Dóciles o festivos actores de reparto o modestos, pero muy bien remunerados operadores, son los mismos que hoy no desisten de sus intentos de imponer sus fórmulas siempre infalibles, pero generalmente propuestas para corregir las contrahechuras de las correcciones que ellos mismos impusieron antes. Y son también los mismos que, a cambio de esos servicios, una y otra vez se plantan frente a la historia a regatearle un sitio de honor y acuden puntualmente a cobrarle facturas de todo tipo a la democracia.
Por que es la hora de los cobradores. Y las facturas de hoy se tienen que saldar accediendo a las pretensiones de los cobradores de hoy. Eso, si la historia y la democracia y lo que queda de sus instituciones no desean verse deslegitimadas una vez más por cobradores no atendidos que elevarán el tono de sus descalificaciones en los medios y lanzarán sus ultimatums en sus artículos de advertencia del fraude y la protesta que vienen. Y, llegado el momento, subirán la temperatura de la ingobernabilidad ante la materialización de esas advertencias en bloqueos de calles y carreteras y lo que haya que seguir.
EL ETERNO RETORNO Son esos mismos los cobradores que desde ahora, taimadamente, dicen asumir la facultad legítima de la Cámara de Diputados para designar a tres nuevos consejeros del IFE, e incluso la potestad de los partidos para proponer y negociar los nombramientos desde la correlación de fuerzas en San Lázaro. Pero sólo para enseguida advertirle a la mayoría que tiene que repartir los puestos a partes iguales entre partidos con desigual número de votos, que tiene que incluir a quienes desde fuera de la Cámara son valorados como los mejores y que tienen que vetar a quienes, en algún juicio paralelo al discernimiento de la mayoría, ya han sido identificados con algún rasgo demoníaco en su currículum.
Y ya se conoce el costo de no atender al cobrador: la descalificación del árbitro, la denuncia del siguiente fraude y el retroceso de 20 años, a la era pre-IFE de rechazo a las reglas del juego y a los resultados de las urnas.
