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El infierno, aquí

Las laguneras opinan...

MARÍA ASUNCIÓN DEL RÍO

Hace años vi, disfruté y padecí "La ley de Herodes" (Luis Estrada, 1999), película sobre la corrupción política del México priista y sus repercusiones sociales, culturales, morales, económicas, religiosas y, desde luego, políticas. El primer plano, divertido y jocosamente inmoral, nos presenta un pueblo miserable, dejado de la mano de Dios, que harto de los abusos del alcalde y no encontrando otra forma de frenar su insaciable rapiña, lo lincha y decapita, con la convicción de que nada peor puede pasar. Ignorante e ignorado, como miles de pueblos en iguales condiciones, San Pedro de los Saguaros sí existe para el Partido: primero, porque representa un puñado de votos fáciles que nunca sobran; segundo, porque el linchamiento y muerte del alcalde podría provocar un escándalo indeseable en tiempos electorales. El gobernador comisiona al secretario de gobierno para que éste se encargue del caso y así es como, de manera completamente circunstancial, un hombre insignificante y apolítico, de buen corazón, pero pocas luces, inocente y maleable, se convierte en alcalde designado para relevar al muerto y garantizar el sufragio. El alcalde sustituto (Damián Alcázar), deslumbrado por la oportunidad de gobernar, llega al pueblo acompañado por su esposa y por la Ley (un ejemplar de la Constitución, obsequio de su padrino político) y con todas las ilusiones de convertirse en un alcalde modelo. Sobra decir que en poco tiempo la realidad se impone a las buenas intenciones del joven, mostrándole la interminable cadena de corruptelas mediante las cuales funciona el pueblo y que derivan en ingresos económicos jamás sospechados para el alcalde en ciernes. Día con día, Juan Vargas va sustituyendo sus buenos propósitos por sobornos, extorsiones, chantajes, abusos, robos y, finalmente, el asesinato, engolosinado como está con el poder. Incapaz de desprenderse de la ubre que lo alimenta, lo enriquece y lo convierte en un ser despreciable, se ampara en el ejercicio corrupto de su autoridad, manipulando la ley a su antojo y con el apoyo del partido que lo puso ahí. Bajo el primer plano de la sátira, sin embargo, el público advierte con dolor, con vergüenza y con verdadera indignación la realidad del sistema político que, desde sus orígenes alemanistas, se prolongó por siete décadas, convirtiendo el caso de San Pedro de los Saguaros en mínima muestra de lo que sucedía en todo el país. Entonces como ahora -pues la alternancia no ha sido capaz de sacudirse los antiguos vicios, fatalmente instalados en el aparato de gobierno-, la reflexión nos lleva a pensar, no en las altas esferas del poder, corruptas e inalcanzables, sino en la infinidad de mandos intermedios que reproducen y multiplican la práctica nefasta de "tranzar para avanzar", asfixiando cualquier iniciativa de mejora, cualquier propuesta de cambio para que México, efectivamente, llegue a ser lo que pregonan los discursos y lo que anhelamos los ciudadanos.

Una década después, en pleno bicentenario de la Independencia y en vísperas del centenario de la Revolución, cuyo objetivo era mejorar las condiciones de vida de los mexicanos y permitir el desarrollo justo de la nación, el director Luis Estrada, casi con el mismo elenco, vuelve a jugar con la esperanza y la desesperanza del personaje central y de los espectadores al ofrecernos "El Infierno". Dura y cruel, la cinta nos hace reír con el cinismo y las pochadas de Benny, que regresa deportado a México, tras dos décadas de fracaso en Estados Unidos y para quien cruzar la frontera será el inicio de un paseo en la montaña rusa, con caídas profundas y levantones excitantes que lo ponen en los cuernos de la luna. La sorpresa de encontrar el país peor que hace 20 años, la imposibilidad de integrarse a la raquítica estructura social y laboral de su pueblo, la imperiosa necesidad de trabajar para vivir (y para darle gusto al cuerpo, claro), empujan al protagonista al bajo mundo, donde se emplea como sicario del líder de la plaza, iniciándose así su bonanza económica, su desintegración moral y un proceso que culminará con su inevitable muerte. Como en "La ley de Herodes", lo grotesco de las escenas nos causa risa (memorable la ceremonia del "Grito" que combina la ignorancia y el folclor del narcoalcalde con la emoción patria y los cohetes); pero igual -y en este caso más- nos mantiene con el corazón estrujado y el deseo permanente de llorar, identificando en la crudeza de cada situación las cosas que, cada vez con más frecuencia y menos asombro, suceden en nuestro país, en nuestra ciudad, en los pueblos vecinos, en las carreteras y en los llanos del Norte, sin que pueda vislumbrarse por ningún lado una rendija de luz que anuncie el fin de la desgracia. Asaltos de y a toda la escala social; el narco y el crimen organizado adueñados de la libertad, el presente y el futuro de los mexicanos, permeándolo todo: familia, escuela, Estado, fuerza pública, iniciativa privada, ejército, Iglesia. Cada escena de "El Infierno" nos va hundiendo en la sordidez física y moral de los personajes y su entorno, nos salpica de sangre y polvo, al ritmo de las bandas norteñas -coros trágicos modernos- que recogen y reproducen las últimas novedades de las fuerzas en conflicto, la lucha de cárteles, el dinero y el poder, las mujeres, las pasiones, los desencantos y las muertes del montón de personajes que discurren en el ambiente de violencia, droga, tráfico de armas y de influencias, abuso y corrupción, que son escenario y contenido de la película.

Cuando le preguntan al Cochiloco, uno de los personajes centrales, si teme ir al infierno por tanto crimen cometido, éste contesta que el infierno verdadero es el que estamos viviendo ahora mismo. La afirmación tiene sentido: parece que hemos conjugado -hemos permitido que se conjuguen- todos los ingredientes que van haciendo de nuestra existencia algo infernal. En "Las ciudades invisibles", Ítalo Calvino describe lúcidamente lo que el personaje de Estrada expresa antes de morir: "El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio..." Indefensos, abandonados por quienes debieran ayudarnos a vivir en la esperanza y la paz, no podemos aceptar el infierno y volvernos parte de él hasta el punto de no reconocerlo; es preciso recuperar nuestro mundo de antes o brincar el infierno de ahora para iniciar la construcción de un nuevo espacio donde vivir sea posible. Solos o acompañados por los que, si de verdad quieren, pueden ayudarnos -abandonando los vicios del poder y asumiendo la responsabilidad y el compromiso que ejercerlo conlleva, o dejando el puesto para que otros mejores lo ocupen-, habremos de arriesgarnos al peligro de buscar y encontrar un qué y un quién que le den sentido a nuestra existencia y razón de ser a ese futuro que hoy parece tan dudoso.

Maruca884@hotmail.com

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