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El jefe Diego

GILBERTO SERNA

La primera impresión es de alivio, por tratarse de la liberación de un ser humano. Luego vendrían a agolparse los recuerdos del político cuya imagen no es muy del agrado de la gran mayoría de mexicanos. La barba crecida le hubiera dado un aspecto bonachón (que recordaría en ese momento a Santa Claus, si no fuera por su fiera mirada que se asemeja a la de un Júpiter tonante, (esto es que truena o que arroja rayos) lo que no tiene nada de malo, sino que simplemente puede ser producto de un temperamento forjado en el crisol de la lucha por abrirse paso en la vida. Hay gran cantidad de dudas que cruzan por la mente de los ciudadanos que le vieron llegar al volante de tremendo automóvil, durante su primera aparición. Daba la impresión de venir de unas merecidas vacaciones y no de un forzado encierro de un poco más de siete meses.

Había en su expresión algo que hacía recordar a Julio Verne en La Vuelta al Mundo en 80 Días con el genio de Phileas Fogg y su criado Passeppartout, este último representado por una persona que iba de copiloto a su lado. Sin duda su temple, como el de todo secuestrado, que se respete, al que liberan sus captores, se esperaría que estuviera intimidado, del que se hubiera apoderado el desaliento, como cualquiera al que personas extrañas lo tuvieran cautivo, en un lugar ignoto, con un futuro incierto, esperando lo peor. Enviando cartas manuscritas a sus hijos clamando por su libertad. A cualquiera el encierro lo hubiera quebrantado hasta el grado de pedir piedad. Él no. Un Fernández no se mostraría débil. Ante la adversidad, demostraría que aun estando a un paso de ser ejecutado, si acaso no se pagaba el rescate, conservaba su fortaleza de carácter.

Es tal su fuerza de carácter que al igual que aquellos revolucionarios que eran sacados de su calabozo, le pedían a quien capitaneaba el pelotón de fusilamiento no sólo que les quitaran la venda de los ojos, desatándolo del poste en el que habitualmente amarraban a los desdichados cuya condena era el de ser pasados por las armas, sino que a pie firme, libres de ataduras, esperaban dar las voces de preparen, apunten, disparen, para que los mausser hablaran enviándolos al más allá. Estoy seguro que en el paredón esperaría sin alardes, con el puro sostenido en la diestra, sin mover un solo músculo, dejando que la ceniza se formara sin dar muestras de inquietud, hasta que los golpes de cada bala hicieran blanco en su pecho. Ese sería el hombre.

Quizá, sólo entonces pasarían como gorriones que en los días fríos acostumbran moverse en bandadas buscando desde el aíre la protección del follaje de los árboles, los recuerdos de sus días felices lo perseguirán cuando su partido lo escogió para competir como candidato a presidente de la República. Quién no recuerda cómo exhibió a Cuauhtémoc Cárdenas e hizo papilla a Ernesto Zedillo Ponce de León, candidatos del PRD y del PRI. Luego en un extraño giro dejó la campaña. Hay quienes piensan que de seguir hubiera derrotado a sus oponentes. En fin, habrá quien en los foros políticos se sienta que los facinerosos le hicieron una mala jugada, al liberarlo sano y salvo. Otro estará de plácemes pensando que no es así como se acaba con un enemigo político. Los dos creen tener la razón.

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