Para Uca
Pienso en mi bisabuelo Vicente que llegó a finales del XIX. Venía de Vinaròs, un poblado de pescadores cercano a Barcelona. Él y Rosalía, su callada acompañante, eran iletrados. Vicente firmaba con una X, pero eso no le impidió abrirse paso en la vida. Se instalaron en Tuxpan, Veracruz, y comenzaron a trabajar sin pausa. Su idea fue tan sencilla como eficaz: servir de puente entre los buques y la tierra firme, puente que él hizo posible gracias a unas barcazas que se imponían a los caprichos del mar. Así garantizó a los tuxpeños el arribo de las mercancías para su supervivencia y también de la correspondencia. Llegó, como casi todos los inmigrantes, por la miseria que lo perseguía. Murió siendo un hombre próspero y respetado.
Vicente y Rosalía tuvieron tres hijas, una de ellas llamada Carmen. La describen como bella y con chispa. Quizá fue eso lo que cautivó a mi abuelo, Jesús, que había llegado a principios del siglo XX también en la ruina. Él salió de Almería, hoy un centro productor agropecuario muy importante, hace un siglo un páramo ahogado en la pobreza. Como buen andaluz Jesús se acomodó en la vida con alegría, se dedicó al comercio, fue distribuidor de cerveza. Su tiempo libre lo pasaba en largas jornadas de dominó. Jesús y Carmen perdieron muchos hijos, una desgracia muy común en la época. Sólo sobrevivieron dos, uno de ellos mi padre. Él estudió la primaria en Tuxpan y, terco como era para los estudios, se fue a Tampico a cursar la secundaria. En Tuxpan no había ese nivel. Los dineros familiares escaseaban, pero fueron suficientes para hospedarlo con familiares o en casas de huéspedes. Al terminar la secundaria se tuvo que ir a San Luís Potosí a cursar la preparatoria. Allí se hospedó con la familia Calvillo. Terminó el ciclo en dos años y siguió su periplo en busca de educación.
Recorrió así parte del país hasta que llegó a la capital. Con una beca-crédito de la UNAM, se hizo abogado. Cuando llamó a su madre para informarle que le habían dado mención honorífica ella preguntó ¿y qué es eso? Toda su educación formal la obtuvo en instituciones públicas. Su desempeño y los brillantes maestros que tuvo le facilitaron otra beca para ir a estudiar a Argentina, cuya Facultad de Derecho era en ese momento cuna de grandes juristas.
A su regreso dedicó su vida al pensamiento, a la historia y al servicio público y se convirtió en un referente nacional. Su obra la publicaron instituciones como la UNAM y el FCE creadas por el Estado mexicano para el impulso a la educación y la cultura. Su amor por los libros lo llevó a conformar una gran biblioteca que gozó hasta su muerte. Su pasión por México y por la construcción de un país más justo y próspero tenía una explicación muy clara: este país les había dado a su abuelo, a su padre y a él la posibilidad de salir de la pobreza y convertirse en hombres de trabajo y de bien. Entre él y sus padres había un abismo y otro más hacia atrás.
Mi abuelo materno nació en Coahuila. Su familia tampoco tenía recursos por ello estudió en escuelas públicas hasta que se hizo un espléndido abogado. Su carrera la pagó con su trabajo como telegrafista, de ahí que nunca perdiera la maña de hablar por teléfono como si fuera telégrafo: decir señora espérola pórtico Cine Chapultepec 5 PM. Y colgaba. Maderista de hueso colorado llegó a ser jefe de Gobierno de la capital en la breve Presidencia de Madero. Tuvo que salir al exilio por muchos años. Su sólida formación le permitió acreditarse como abogado ante la Barra de los Estados Unidos. Ideólogo, revolucionario además litigó y escribió. Su hermano Roque, él sí de armas tomar, llegó a ser presidente por vía de la Convención de Aguascalientes. Los dos hermanos terminaron su vida sin gran fortuna, pero con algo aún más valioso: prestigio.
Del lado de mi compañera de vida la historia familiar no es muy distinta: inmigrantes pobres del imperio Austro-Húngaro y de Alemania a los cuales México les abrió las puertas a una vida digna y próspera. Ese es el México que nosotros llevamos detrás. Pienso cómo era el México que recibió a Vicente Heroles: paupérrimo, incomunicado, insalubre, con autoridades tambaleantes y sin embargo ellos salieron adelante. Y cómo era el que recibió a mi abuelo Jesús o a los inmigrantes europeos de la otra rama, un México que se estremecía por la violencia de la Revolución, inundado de sangre, un país de analfabetas, habitado por millones de campesinos miserables. Miro entonces al México de hoy, incluidos la pobreza, la injusticia, la violencia y los días grises que vivimos y no puedo dudarlo: a pesar de todo hay mucho que celebrar.
La mediocridad de los festejos oficiales no debe cegarnos. Ni Vicente, ni mis abuelos, ni mi padre tuvieron las oportunidades que hoy México brinda. Sé también de las muchas historias de miseria y oscuridad que persisten. Pero basta mirar hacia atrás para recordar lo mucho que otros le debemos a México, al de cada quien, al nuestro, ese que nadie nos puede quitar.