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El Pípila

GILBERTO SERNA

De los personajes que dejan huella en la imaginación de los niños ninguno quizá como Juan José de los Reyes Martínez Amaro, a quien sus compañeros le habían aplicado el remoquete del Pípila porque la piel de su cuello y su cara presentaban la misma textura que la de los guajolotes. Un trabajador en las entrañas de la Tierra que viendo que la Alhóndiga de Granaditas era inexpugnable, tomó una pesada losa que, ayudado por sus compañeros, puso encima de su espalda, sirviéndole de improvisado escudo para acercarse al portón de acceso al edificio que se había convertido en un fortín en cuyo interior se encontraban familias, evitando que una lluvia de balas hiciera blanco en su cuerpo. Varias horas transcurrieron desde que las fuerzas rebeldes encabezadas por el cura Miguel Hidalgo y Costilla, trataban de penetrar al recinto. El escenario no podía ser más aterrador, los soldados del Virrey disparando desde las alturas sobre cualquiera que se arrimara a los muros del alcázar.

Los alrededores se impregnaron de olor a pólvora, los aldeanos habían corrido despavoridos a esconderse en sus casas, no asomando ni las narices, pues es sabido que una bala perdida podía llevar inscrito su nombre. El cielo se había encapotado amenazando con dejar caer el agua que traían unas oscuras nubes panzonas que se daban cuenta de lo que estaba pasando allá abajo. Las aguas tenían la mala costumbre de bajar en torrentes inundando las calles del pueblo. Había que apresurarse. El Pípila tomando una antorcha se acercó a la entrada arrimando el fuego a la madera que, para la mala suerte de los ahí refugiados, empezó a arder permitiendo a las tropas de los insurgentes entrar a poco, en medio de los alaridos de uno y otro bando, los realistas acuartelados en el lugar por ver que las fuerzas del exterior entraban destruyendo lo que encontraban a su paso, los insurgentes por darse cuenta de que habían ganado la batalla.

Previamente se les había hecho un llamado a las tropas ahí parapetadas a cuyo cargo estaba el militar Juan Antonio Riaño que era el intendente del centro minero. Era se dice, compadre del Pípila que entonces no sabían cómo la caprichosa historia los iba a mover como fantoches en que uno de los dos moriría a consecuencia de la furia enceguecida de las masas insurgentes. Los residentes fueron masacrados por las fuerzas que comandaba Hidalgo que al pasar de los días fue fusilado en el patio del palacio de gobierno de la ciudad de Chihuahua, negándose a que le cubrieran los ojos no dejando que lo pusieran de espaldas. Pidió a los encargados del pelotón que lo pasaría por las armas que su cabeza no le fuera mutilada, lo que ignoraron sus verdugos siendo decapitado poco después colocándose su testa en una jaula que fue colgada, para escarmiento de los alzados, en una de las esquinas del edificio de la Alhóndiga. En las restantes quedaron suspendiendo de una cuerda las cabezas de los independentistas Juan Aldama, Ignacio Allende y Mariano Jiménez.

Hemos querido narrar un episodio de la guerra independentista tomando como centro a uno de los héroes, el llamado Pípila, que junto con miles de mexicanos anónimos dieron su vida en crear una nación. En la parte superior de un otero domina la estatua que rememora la gesta heroica del minero oriundo de Valenciana, que trabajaba de barretero en la mina de Mellado, de donde saltaría a las páginas de la historia con su losa a la espalda y empuñando una antorcha. Al parecer sabía leer y escribir, no se ofreció de voluntario sino que por propia iniciativa, en el fragor de la batalla, sin medir el peligro, no obstante la losa que la utilizaba a manera de coraza, podía ser herido de muerte por las balas, se lanzó al vacío en las alas de la gloria con ese sentimiento de los verdaderos paladines de dar si fuera necesario la vida por lograr el sueño de libertad de todo un pueblo. Es la lucha callada de los hombres comunes que se convierten en titanes cuando se necesita. En fin, el Pípila protagonizó en la lucha por la independencia de nuestro país, al mexicano que le llena el orgullo de ser uno más sin fanfarrias ni medallas, sin otro premio que el de haber servido a sus ideales.

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