EDITORIAL Caricatura editorial columnas editorial

El populismo del té

JESÚS SILVA-HERZOG MÁRQUEZ

Un rabioso movimiento político se activa en los Estados Unidos con llamados a la revolución. Su radicalismo verbal es inquietante. Hablan de una segunda guerra civil; citan al demócrata que llamaba a regar periódicamente la libertad con sangre de tiranos y patriotas; describen a su enemigo como un extranjero peligroso. Le pintan bigotito hitleriano; lo llaman socialista europeo, lo retratan como un psicópata criminal. Obama-si vale la expresión-es su blanco favorito, pero su furia se dirige a toda la clase política. Washington es el lugar maldito: la capital de las élites, el lugar distante que se empeña en confiscar libertades, elevar impuestos y entregar a la patria a sus enemigos. En los argumentos y en los reflejos del movimiento toma cauce una vieja tradición norteamericana que sospecha de la centralización y la fiscalidad, pero se expresa con nitidez la condición de cualquier populismo. Sea de izquierda o de derecha; de trópico o boreal, socialista o adorador del mercado, el populismo tiene rasgos comunes que brincan a la vista.

El primero es el tono de su política. El activismo conservador que ha despertado en los Estados Unidos no convoca a una causa cualquiera. Sus voceros en el radio y la televisión se desgañitan gritando alarma por la pérdida de las libertades y de la patria. El país está deslizándose al comunismo. Un presidente, en alianza con la élite izquierdista, pretende arrebatarle el alma a los Estados Unidos, dicen. A Obama lo retratan como un musulmán marxista que pone en riesgo la sobrevivencia de una nación cristiana y libre. Todos los enemigos de la nación se asocian para convertir a la nación elegida en lo que Dios no quiso nunca que fuera. Frente a la magnitud de estas amenazas, su política no puede ser ordinaria. No enfrentan simplemente a una Administración extraviada o a un Gobierno con ideas perjudiciales. Su batalla es contra quienes quieren destruir la esencia nacional. Por ello se llama a una movilización que no es simplemente acudir a depositar un papelito cuando sea el día de las elecciones. Se convoca a una movilización intensa, a la participación y aún al sacrificio. Se llama a recuperar el Gobierno. Ahí está su gran atractivo y su enorme fuerza. El populismo despierta a la política a muchos para los que la cosa pública resultaba indiferente. El populismo involucra intensamente al ciudadano, lo entusiasma y, en alguna medida, lo posee. El discurso populista transforma toda controversia en épica histórica, si no es que en una misión religiosa. La desmesura es su característica saliente. ¿La ideología de Barack Obama? Afroleninismo, gritó alguien en una de las concentraciones recientes. Al populista, el afán de ponderación le parece preocupación de señorito.

La segunda nota del populismo es la claridad de su identidad: el pueblo finalmente se encuentra para defenderse de las élites. Ellas se han asociado desde hace tiempo para arruinarlo. Gobernantes, banqueros, lobistas, políticos de todos los partidos, unidos en la promoción de sus intereses. Ahora el pueblo ha cobrado conciencia de su condición y se presta a recuperar lo que le pertenece. Por ello la política populista es binaria y, en última instancia, conspiratoria. Su cuento es sencillo: nosotros contra ellos; los patriotas contra los traidores; el pueblo contra los de arriba. Una separación tan tajante conduce fácilmente a la desconfianza de todo lo que provenga del campo enemigo. Lo que digan el Gobierno o "sus" medios será inevitablemente una farsa. Los políticos profesionales serán siempre sospechosos. Sólo es confiable el pueblo y los órganos del movimiento. Será de ahí que nace la propensión del populismo a vivir en el mundo del conspiratismo: todo lo que sucede se explicará por los encuentros secretos de los poderosos que juegan a las cartas con el mundo. La razón, por supuesto, queda pisoteada por la certeza de la teología conspirativa. El populista se envuelve en sus prejuicios: toda información que contradice su visión del mundo es instrumento del enemigo para lavarle el cerebro a los otros.

Las reglas suelen ser también una incomodidad para los populistas. Si lo que la gente quiere es tan claro; si los intereses del pueblo son evidentes, para qué perder el tiempo con rodeos y procedimientos. Sarah Palin, una estrella del movimiento conservador, reiteraba hace un par de días la molestia de que los malos tuvieran derechos y que el presidente exigiera respeto por ellos. Necesitamos un comandante en jefe, dijo Sarah Palin, no un profesor de Derecho. La línea es elocuente. Recoge el fastidio que le causan las reglas y el antiintelectualismo del temperamento populista.

Ahí están los ingredientes del caldo populista: incendio de la pasión política que modela a un pueblo que no tiene por qué atender las inoportunas restricciones legales.

Leer más de EDITORIAL / Siglo plus

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de EDITORIAL

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 499279

elsiglo.mx