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El problema de las expectativas (I)

Los días, los hombres, las ideas

FRANCISCO JOSÉ AMPARÁN

La semana pasada el presidente norteamericano Barack Obama presentó su discurso sobre el Estado de la Unión correspondiente al primer año de su administración. Al contrario de lo que ocurre en México con el Informe Presidencial del 1º de septiembre (que ha pasado de ser la apoteosis del presidencialismo imperial, a un pésimo sainete que devela buena parte de las miserias de nuestra inepta, fracasada casta política), en Estados Unidos constituye un ritual serio; en el que se suele combinar una visión de qué le sucedió al país en los doce meses previos, con una prospectiva de qué esperar en el futuro: (casi) nada de estadísticas y autoelogios. Por ello suele ser una buena muestra de la capacidad retórica del gobernante en turno. Ah, y en la ceremonia los legisladores se comportan como gente pensante, no como simios aulladores sin entendederas.

En ésta su primera rendición de cuentas, Obama se enfrentó con esa dama de muchos kilos, pocas pulgas y muy agrio carácter que se llama La Realidad: y no pudo soslayar los trancazos que le ha puesto y sigue poniendo tan ruda señora: una crisis económica que no remite como se esperaba; la reforma clave de su vida política empantanada porque un exmodelo republicano ganó la curul senatorial de Massachusetts (of all places!); uno de cada diez norteamericanos desempleado; y una percepción cada vez más negativa sobre su mandato por parte de quienes lo eligieron: desde que desempacó sus chivas en el 1600 de la Avenida Pennsylvania, su popularidad ha ido en picada.

Lo cual no debería sorprendernos: Obama ha tenido que darse de topes con la obesa señora antes mencionada (La Realidad), y ésta resulta mucho más difícil de domesticar cuando se tiene el poder, que cuando se ven los toros desde la barrera. Lo que le ha pasado al morenazo hawaiano es algo de lo más común: las buenas intenciones se estrellan contra las paredes de lo posible, el estatus quo y los límites de maniobra que deja una situación que se halla lejos de ser ideal. Después de todo, el gracioso de W. Bush le heredó a Obama una crisis económica tamaño caguama, un debilitamiento generalizado de la posición norteamericana en todo el mundo, y un par de guerritas nada simpáticas ni sencillas en Asia. Digo, si en la toma de posesión el tonto del pueblo texano le hubiera entregado la clásica bomba esférica con mecha encendida, se hubiera visto más decente.

(A propósito: en su discurso Obama utilizó con frecuencia la palabra "decencia" y sus derivados. Quiere posicionarse como el campeón del comportamiento ético en la función pública, luego de más de quince años con un par de presidentes que iban de lo adúltero a lo mentiroso a lo simplemente imbécil; además de darle un puyazo a los políticos, tanto demócratas como republicanos, para que se pongan las pilas y vean por la agenda de la nación y no de sus respectivos partidos. Sea por Dios).

El problema es que Obama resultó electo en medio de una atmósfera llena de expectativas que, en muchos casos, resultaban difíciles (si no imposibles) de llenar. En parte fue su culpa: como buen político en campaña, se lanzó a prometer con particular desenvoltura, y ahora esas promesas se le regresan como bumerán a pegarle guamazos en el rostro. Pero también hay que culpar al estereotipo, producto de un reflejo mental, que sin querer-queriendo se crearon muchos norteamericanos: si es el primer presidente afroamericano, entonces todo va a cambiar. Mágicamente, el que el miembro de una minoría étnica ocupe la Oficina Oval transformará a la Unión Americana y desfacerá los entuertos de los años previos, quizá de generaciones enteras. Muchos pusieron grandes esperanzas en los hombros de Obama. Y luego de doce meses de no satisfacerlas, están decepcionados.

No deberían estarlo: la política es el arte de lo posible (aunque en México NADA es posible, en vista de lo inútiles que resultan quienes dicen hacer política y no sirven para maldita la cosa). Cuando Obama dijo que bajaría el número de tropas en Afganistán, lo dijo como candidato, no como Comandante en Jefe que debe tomar las decisiones que sus generales le aconsejan son las más apropiadas para alcanzar los objetivos. Ya estando en el puesto, tuvo que dar marcha atrás: aumentar en un 40% los efectivos en aquel remoto y arrugado país parece ser la alternativa menos-peor (después de todo, funcionó más o menos en Irak) para lograr una retirada paulatina en el mediano plazo. Y rendirse ante la realidad decepciona a quienes se sienten traicionados, aquellos que se habían creado grandes expectativas sobre lo que ocurriría con él como presidente.

Algo parecido ocurrió en México hace casi un siglo: un chaparrito inquieto y novato en la política, educado en Estados Unidos y Francia, hijo de una familia perteneciente a la oligarquía nacional, y fiel seguidor del espiritismo, se lanzó al ruedo para retar a un patriarca de mano dura que llevaba tres décadas en el poder (y le doblaba la edad, algo nada despreciable en una nación que suele irse en la finta de quien da el gatazo). La gente atisbó en él algo que, entonces como ahora, en política resulta excepcional y vivificante: era sincero, creía en lo que decía. En 1910 el pueblo, esa entidad amorfa y heterogénea, se dejó llevar por la retórica y la buena vibra de Francisco I. Madero.

Porfirio Díaz cometió un par de errores de novato, inconcebibles en un hombre que a lo largo de su vida pública había demostrado tener un colmillo de morsa (lo que quizá pruebe que el viejo dictador ya andaba jugando pipis-y-gañas con el señor Alzheimer): mandó encarcelar a su contrincante unas semanas antes de las elecciones (lo que todo el mundo interpretó como miedo pánico a su rival); y falseó los resultados de los comicios de una manera absurda: según esto, Madero obtuvo el 1.04% de los votos del colegio electoral. Esas cifras no se las creía ni doña Carmelita, la sufrida esposa de Díaz que le enseñó a comer con cubiertos. Madero se dejó llevar por un arrebato místico, digno de mártir y apóstol: se fugó de la cárcel, convocó a una rebelión armada (traicionando así su esencia democrática y civilista) y movilizó a un país que hervía subterráneamente y pronto estalló en la superficie. Entre noviembre de 1910 y marzo de 1911, en decenas de regiones del país, numerosos grupos tomaron las armas contra el régimen. ¿Cuántos lo hicieron porque la elección le había sido robada a Madero? Créanme, una absoluta minoría. Cada loco rebelde de la Revolución Maderista con su tema: Zapata tenía una agenda, Orozco otra, Obregón otra, Luis Moya otra. Sólo Madero creyó ingenuamente que los habitantes de un país de analfabetos iban a arriesgar el pellejo por una abstracción llamada democracia.

Madero había levantado grandes expectativas con su (inédita) campaña presidencial, y luego como caudillo revolucionario. Por ello no es de extrañar que, una vez llegado al poder, la decepción fuera extendida, inmensa... y francamente injusta. En parte, eso le costó la Presidencia y la vida. Y a México, un millón de muertos y 71 años del PRI.

Pero sobre eso hablaremos otro domingo... aunque no quiero crear en ustedes falsas expectativas.

Consejo no pedido para salir vivo de un antro: Vea "Grandes esperanzas" (Great expectations, 1998) de Alfonso Cuarón, con Ethan Hawke y Gwyneth Paltrow, magnífica adaptación de la novela de Dickens. Provecho.

Correo:

Anakin.amparan@yahoo.com.mx

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