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EL SÍNDROME DE ESQUILO

MISTERIOSO MOZART

VICENTE ALFONSO

Mozart fue un genio de la música cuya vida fue sorprendente y enigmática... sorprendente por su enorme talento: basta decir que fue autor de más de 600 obras, que comenzó a componer a los seis años y que a los nueve hizo su primera sinfonía.

Enigmática porque se desconoce la causa de su muerte y el paradero de sus restos. Esa aura de genio y de misterio marca también el destino de su obra. ¿Qué sucedió con su Concierto para Violonchelo y Orquesta, clasificado como su trabajo número 206 según Ludwig von Köchel? ¿Por qué nadie conoce ni una nota? ¿Cómo es que no hay registros de que haya sido ejecutado?

Aún en las piezas más emblemáticas de este compositor hay preguntas pendientes, como es el caso de la Sonata en Si bemol mayor, también conocida como la Gran Partita. Obra fundamental en el universo de los trabajos para instrumentos de viento, plantea interrogantes a los expertos: ¿Cómo nace? ¿A qué causas atiende su atípica instrumentación? ¿De quién fue la mano anónima que bautizó la obra como Gran Partita en la partitura original?

Los especialistas coinciden en fecharla entre 1781 y 1784, pero hay serios desacuerdos sobre el contexto en que fue compuesta. En búsqueda de pistas, se han hecho pruebas al papel de la partitura original para determinar con mayor precisión el momento en que fue escrita la obra. Algunos la ven como música hecha para la ceremonia de matrimonio entre Mozart y Constanza, en 1782. Otros aseguran que fue compuesta dos años más tarde, para un concierto en beneficio del clarinetista Anton Stadler.

Pero los misterios de esta obra van mucho más allá: quien escucha con atención la Gran Partita intuye algo. Las notas lo sugieren. Los instrumentos invitados son dos oboes, dos clarinetes, dos cornos ingleses, cuatro trompas, dos fagots y un contrabajo. Es decir, doce alientos y un instrumento de cuerdas que se queda en las sombras, apoyando las melodías con un rumor sordo.

La cercanía de timbres entre los instrumentos sugiere una exploración de las posibilidades entre uno y muchos. Hay momentos en la obra en que es imposible separar un instrumento de la amalgama de vientos que soplan en una dirección: los colores se enturbian como las voces de una masa de gente que canta lo mismo. En otros pasajes, sin embargo, es fácil identificar la propuesta de cada instrumento, porque éstos dialogan entre sí.

Quizá el mejor ejemplo de este misterio sea el tercer movimiento: a caballo entre el largo y el andante, el adagio es una pieza profundamente expresiva. Abren cuatro notas largas en un registro de cornos, como un viento cansado. Las mismas notas se repiten después con valores más cortos en una voz colectiva que inicia la ejecución de una figura persistente, un motivo rítmico que funciona como acompañamiento. Algo respira allí. Se enlazan notas largas y pesadas con otras que son más vivas. Se intuye un fuelle, una respiración que amenaza con detenerse en calma chicha.

Entonces amanece: en el séptimo compás nace una nota de oboe que va creciendo, aguda, como si se explorara a sí misma vestida con los distintos colores que le da la armonía.

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