El surrealista de la ciencia
Un sábado, poco después de las tres de la mañana, salgo de Parras rumbo a Torreón. Es una imprudencia pues llueve copiosamente y me siento muy cansado tras asistir a un demandante taller de dinámicas de grupo para más de un centenar de bulliciosos preparatorianos que están por graduarse. Dos hechos me mueven a manejar en esas riesgosas circunstancias: quiero expresarle mis condolencias a una amiga entrañable cuya madre acaba de morir y he de cumplir con mi colaboración semanal en un programa radiofónico. Aunque las calles de Parras se encuentran desiertas, insorteables charcos, ominosos en esa hora solitaria, y el aguacero que no da tregua dificultan mi salida de esa garbosa ciudad. Y cuando por fin alcanzo el camino a Paila me aguarda un espectáculo inesperado: millares de ranas saltan por todos lados a tal grado que pareciese que estuvieran cayendo del cielo. En medio de mi azoro concibo un propósito: tras cumplir con mis compromisos, buscaré en la surtida biblioteca de mi padre -sin duda más agradable que Internet- información sobre Charles Fort.
Encuentro un libro que a mediados de los años setenta leí con fruición; se trata de El retorno de los brujos. Una introducción al realismo fantástico escrito por Louis Pawels y Jacques Bergier. Ambos autores aseguraron que Fort fue para la ciencia lo que Tristan Tzara y André Bretón fueron para las artes y por eso no titubearon al designar a Charles Fort como el surrealista de la ciencia.
¿Qué hizo Fort, que vivió de 1874 a 1932, para ser considerado así por estos autores franceses? Aparentemente algo baladí, pero que merece atención: un catálogo de 25 mil hechos raros, fenómenos insólitos no explicados a cabalidad por la ciencia. Entre éstos se encuentra precisamente la lluvia de ranas, pero abordó también extrañas caídas de pedazos de hielo gigante, barro, carne, sangre y azufre; se refirió asimismo a la existencia de nieve negra, bolas de fuego, cometas caprichosos, meteoritos con extrañas inscripciones, ruedas luminosas en el mar, lunas azules y soles verdes. Aquí transcribo un ejemplo: En Londres, la tarde del 5 de mayo de 1848, cayó una lluvia extrañísima. A las cinco de la tarde el cielo estaba apacible sobre la ciudad de Londres. De pronto sin previo aviso, comenzó a soplar un fuerte vendaval que hizo volar a toldos y sombreros. El sol se apagó y una oscuridad densa se desplomó sobre la ciudad. Apenas se podía ver a dos pasos. A partir de ese momento comenzó a caer desde lo alto un copioso chubasco de agua y peces. Durante casi una hora cayeron miles y miles de pequeños peces de unos 15 centímetros de largo, de color plateado y grandes aletas. Examinados por los expertos no pudieron ser reconocidos. Se enviaron muestras a todas las universidades de Inglaterra y ninguna pudo decir de qué especie eran esos peces. Finalmente, una comunicación llegada desde El Cairo y firmada por el decano de la facultad de ciencias naturales de esa ciudad informó que esos peces correspondían a una especie de agua dulce que prolifera en el mar de Galilea. No se pudo explicar cómo habían caído sobre Londres esos peces que los palestinos llaman pez de San Pedro.
Volviendo al asunto de las ranas, Charles Fort señaló que a lo que más llegaban los científicos de su época era a declarar que éstas no han caído nunca del cielo, sino que “se encontraban ya en el suelo”, o bien que “un torbellino las levantó de algún lugar, para dejarlas caer de nuevo en otro sitio”. Sin menospreciar esas posibilidades, Fort insistía que muchos casos descritos como lluvia de animales jamás podían ajustarse a tal explicación. Por mi parte, escéptico como soy, declaro que me da igual que las ranas que vi entre Parras y Paila estuvieran ya en el suelo. Me doy por bien servido con el hecho de que éstas me motivaran a releer un libro fascinante que mucho le recomiendo.
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