Anastasio Hernández Rojas jamás imaginó que oponerse a abandonar su familia y al país que le brindó trabajo por muchos años y educación a sus hijos, le costaría la vida.
Llegó a los Estados Unidos procedente de San Luis Potosí cuando tenía 15 años de edad, sin percatarse que cruzar la línea divisoria con México sin documentos migratorios significaba tener sus derechos restringidos hasta el día de su muerte.
Anastasio nunca se arredró y se dedicó a estudiar y luego a trabajar. Se unió a María Hernández en California y procrearon cinco hijos, entre ellos dos gemelos de cuatro años, con quienes compartía el pan y techo en el poblado Encanto al norte de San Diego.
Anastasio de 42 años y su hermano Pablo fueron detenidos en días pasados y deportados a Tijuana por no tener sus documentos en regla. Haber vivido y trabajado más de veinte años en Estados Unidos no le valieron de nada.
Tampoco el hecho de que sus cinco hijos son ciudadanos norteamericanos y que en cosa de un año el mayor cumplirá 21 años de vida y tendrá derecho a solicitar la residencia legal para sus padres, es decir la ansiada "green card".
Todavía más: Anastasio pudo evitar la deportación y defender su caso desde una prisión en San Diego con posibilidades de resolver su situación migratoria en base a su historial como empleado, ciudadano y padre de familia.
Pero le tocó bailar con la más fea al igual que sucede con los más de 300 mil inmigrantes que cada año son arrancados de sus familias y centros de trabajo para ser deportados por la frontera mexicana sin más pertenencias que la ropa que traen puesta.
Anastasio no quiso iniciar una nueva vida en México e intentó regresar a su hogar de Encanto en donde le esperaban angustiados su esposa e hijos. Para mala suerte fue detenido por la patrulla fronteriza de Estados Unidos al cruzar por las montañas y de nueva cuenta sufrió el proceso amargo, inhumano y brutal de la deportación.
Cansado de la rudeza de los "migras" y desesperado porque no vería pronto a sus familiares, Anastasio trató de huir, pero fue sometido sin misericordia por los agentes que lo custodiaban.
Los testigos dicen que fue pateado y agredido por más de veinte oficiales. Un vocero del Consulado mexicano de San Diego mencionó que tres agentes estaban involucrados, pero la versión oficial señala a un solo elemento quien disparó una pistola Taser a la parte trasera del cuello de Anastasio para accionar varias descargas eléctricas que le provocaron la muerte cerebral y posteriormente su fallecimiento.
Si fueron uno, tres o veinte agentes ya no importa. Lo cierto es que este mexicano desarmado y al parecer sin antecedentes delictivos, no debió morir de esa forma. Utilizar una pistola eléctrica no se justificaba y menos cuando ha quedado claro de sus efectos letales.
En Norteamérica defienden a ultranza derechos como la libertad de expresión y la democracia, pero se permite que a los inmigrantes se les trate como animales salvajes.
Además se aplican multas millonarias a quien trate con crueldad a perros y gatos, pero se ignora campantemente a quienes abusan y se ensañan con los seres humanos por el solo hecho de ser extranjeros e hispanos.
Sospechosamente los medios en inglés de California han dedicado espacios reducidos a este incidente y las autoridades norteamericanas han sido extremadamente herméticas. Qué diferencia si la víctima fuera un norteamericano y los policías mexicanos.
Anastasio puede ser uno más de los cuatro mil fallecidos a lo largo de la frontera desde que en 1994 se reforzó la vigilancia. O quizá se convierta en la gota que derrame el vaso de agua.
Estados Unidos parece asemejarse cada vez más a un régimen tipo nazi en donde las diferencias de raza se castigan sin clemencia. Ayer fueron los judíos, ahora son los hispanos, los árabes, los afroamericanos, los indios. ¿Dónde está el cambio, señor Obama?
