Para Carlos Monsiváis
Que está muy malito
Desde que mis niños se fueron a construir sus propios nidos, y mi Querubín resuelve sus necesidades con el trabajo y la tele, la casa familiar se ha convertido en una balsa de aceite donde yo navego lenta, suavemente por las mañanas. Empiezo por acompañar el desayuno con las noticias más relevantes del los periódicos que recibo, le sigo con las irrelevantes, leo hasta los anuncios, y sólo después de asegurarme de que mi nombre no aparece en los obituarios, inicio por la casa un impredecible vagabundeo: aquí podo unas plantas, allá arreglo un cajón, más allá doblo la bolsita en que me empacaron alguna chuchería o enredo cuidadosamente el listón que adornó algún obsequio para guardarlos en cualquier lugar para cuando se ofrezca, aunque cuando se ofrece nunca recuerdo dónde los guardé.
Una escala obligada son mis libreros donde sin que yo entienda cómo, los libros se alborotan de tal manera que Monsiváis, aparece entre los autores alemanes, y encuentro a Margarita Yourcenar emparedada entre dos enormes tomos de arte: Picasso y Dalí. No creo que la pase mal entre esos dos locos, pero mi obligación es el orden y pues... vamos a ver: tú te vas para allá, tú eres de acá...
Pero cualquiera que intente ordenar libros sabe que es imposible hacerlo sin caer en la tentación de abrir alguno especialmente querido, y quedarse entre sus páginas sin sentir el paso de las horas. Y ahí me quedo, sorprendida de nuevo con el entrañable Monsiváis, con su lucidez, con su luminosa inteligencia.
Cuánto me arrepiento de nunca haber tenido el valor de acercarme a hablar con él. Me imponía demasiado y nunca me atreví. Ojalá no sea ya demasiado tarde... está tan malito... En algún momento sigo mi travesía por la casa, y en calma -que es ahora mi gran lujo- imagino proyectos descabellados, cultivo la melancolía, y llego hasta donde mi computadora espera sin conseguirlo, que yo le otorgue el rango de prioridad.
Pero cuál es la prisa si tengo toda la mañana por delante -pienso- y cuando apenas empiezo a concentrarme en mi trabajo, el reloj ya marca las dos de la tarde. ¡Dios... y yo aquí aplastadota!
En un mundo que se mueve a velocidades vertiginosas no puedo desacelerar -me reprocho- y empiezo a correr. Me arreglo a todo trapo y salgo de casa porque ¡hoy sí!, voy a realizar el trámite burocrático que debió quedar resuelto desde enero, pero que he venido posponiendo. Hacia allá me enfilo decidida, hasta que atrapada en la barahúnda de los autos, se anticipa la taquicardia que siempre mi provocan las oficinas de gobierno, y pues... ya es tarde, mejor voy mañana... o la semana próxima.
Ahora voy a poner gasolina y así llego a tiempo a mi cita con el dentista, de ahí me voy a la editorial donde me esperan... ¡Ah! pero como no tengo dinero, paso primero al Banco. Inmovilizada en la fila de gente que como yo, tiene mucha prisa, empiezo a sentir hormigas en los calzones. Cuando al fin alcanzo una ventanilla, sin dar señales de haberme visto siquiera, la cajera sigue contando billetes mientras yo estoy deseando que se trague un paraguas cerrado y que se le abra en la panza.
Cuando media hora más tarde salgo del banco, me dirijo a la gasolinera donde debo aguardar mi turno con paciencia porque con tantos autos en la fila, da la impresión de que regalan el combustible. Veo el reloj y me doy cuenta de que a la cita con el dentista ya no llegué, y me dirijo a la editorial donde cuando consigo estacionarme, la persona que me esperaba ya se fue.
Bien dicen que la velocidad no sirve para nada si uno se deja el cerebro por el camino. Menos mal que mi centro comercial favorito está abierto hasta las nueve de la noche.
Hacia allá me dirijo para compensar mis frustraciones comprando algunas cosas absolutamente innecesarias.
De regreso a casa y con mis compras en el asiento del auto, afirmo mi autoestima, acepto mi errático destino; y me perdono; al fin y al cabo ya he aprendido que las grandes leyes de la naturaleza son: no corras, no seas impaciente y confía en el ritmo eterno. Bien visto, las únicas horas provechosas y disfrutables de mi día, son las del vagabundeo matutino que me impide caer -al menos por unas horas, en la trampa de la velocidad.
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