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ENSAYO SOBRE LA CULTURA

EL SENTIDO DE LA FIESTA

JOSÉ LUIS HERRERA ARCE

Contra lo que se dice del largo puente de la semana pasada, el cual muchos consideran perdida de tiempo, esta afirmación podría ser una muestra de que no somos tan independientes como creemos y que nuestro sentido de la vida nos la siguen imponiendo desde fuera a pesar de que ligarnos al carro del supuesto modernismo no nos ha traído para nada la felicidad. A fin de cuentas, esta palabra que puede parecer absurda, felicidad, es el fin último que buscaban todos estos movimientos que ahora festejamos, independencia y revolución, poniendo en medio a la reforma. Si no lo hemos logrado es que aún nos falta más.

La modernidad vino a cambiar el sentido del tiempo. Antes de la revolución industrial, el tiempo se vivía en ciclos y estos tenían mucho que ver con las actividades productivas a los que se dedicaba la comunidad. El momento de sembrar o el momento de cosechar, era un acto que iba más allá de lo productivo, se festejaba, porque el ritual era importante para entablar relación con la naturaleza; era la que mantenía vivo el mito con el cual se llenaba el sentido de ser social y personal. Tan importante era que la fiesta significaba una preparación para algunos durante todo el año, aquellos que ejercían las mayordomías. El tiempo era cíclico y en cada ciclo se renovaban las esperanzas del sentido de la vida.

El tiempo, después de la revolución industrial, se volvió productivo. El tiempo es dinero, parecen proclamar aquellos que hoy se han casado con el capitalismo intransigente que afanados en una competencia, que se ha convertido en competencia de mano de obra barata, han de querer a las costumbres del siglo XIX con jornadas de 14 horas de trabajo, el resto nos lo conceden para dormir y mal comer con el fin de restituir las fuerzas necesarias para poder aguantar las catorce del día siguiente.

En algunas partes del país, en el XIX, salía más productivo renovar a los esclavos cada año que darles de comer. Su tiempo de trabajo era de un año.

Aquí hay dos preguntas que hacer: ¿Para qué es la vida? Segundo, ¿Realmente tenemos la calidad de vida que queremos?

¿No está a la vista el fracaso en nuestra forma de vivir? Festejaremos nuestra independencia, la fiesta de la libertad, a puerta cerrada porque el horno no se encuentra para bollos o como diga el dicho, por esta inseguridad que nos apresa en el confinamiento de nuestras casas por el miedo que nos da la delincuencia y el rotundo fracaso que hemos tenido para combatirla.

Nos independizamos de España, en la reforma no permitimos que nos invadiera Francia o Inglaterra, pero hemos recurrido a los Estados Unidos para que de alguna forma o de otra nos resolviera nuestra economía haciéndonos participe de sus fórmulas de mercadeo. Ya desde el XIX ellos nos construyeron los primeros ferrocarriles, para unirnos a su modernidad. No hay que olvidar que en los sesentas, Wilbur Schramm influía en la Unesco para que por medio de los medios masivos de televisión enseñarles a los países del tercer mundo la forma de vivir según el modelo de vida americano; y luego, siendo tan dadivosos los chavos del norte, nos quitaron el mote de tercer mundistas para darnos el privilegio de ser países en desarrollo. ¿Desarrollo con respecto a qué?

De esto, hace mucho los investigadores sociales se dieron cuenta y mandaron al diablo tales proposiciones afirmando que cada pueblo tenía sus propios parámetros culturales y sus propios procesos de desarrollo. La idiosincrasia latina no es tan insípida como la sajona. (No voy a dejar de comer chilaquiles, tacos, moles, caldos, para alimentarme con hamburguesas, pizzas y demás comidas rápidas, para no quitarle el tiempo al trabajo).

El tiempo de la fiesta es importante si se sabe como usar, si se usa para recuperar nuestro sentido de ser nacional. Esto de nacional significa sentirnos como un pueblo, de los elegidos. Significa conectarnos con los dos grandes imperios que nos dieron la vida, el español y el azteca y podríamos incluir al maya y los antecedentes de las tres grandes culturas, La Olmeca, La Tolteca y La Teotihuacana.

Si supiéramos viajar, y tuviéramos con qué, andaríamos recorriendo la ruta 2010 que ese aprendizaje en el joven y en el niño es mayor que el que puede obtener en una aula escolar. Ya nos hubiera interesado tener tiempo para ir a subir las ruinas de Teotihuacán o Chichenitza, (para esto sirven los días de asueto) para recuperar nuestra mexicanidad y la cocina se impregne de los sabores con el sazón de la abuela, ya aunque sean los frijoles refritos, olvidarnos un poco de esta modernidad que nos trae atolondrados, decorar la casa con el papel picado, romper la piñata y hacernos cargo de nuestra existencia y de nuestro futuro.

Ir a Veracruz donde comienza la nueva España. Por donde han entrado las conquistas y por donde se han ido; de paso escucharemos la música que hemos dejado de oír por culpa de la modernidad y el tiempo productivo y el comercialismo de la música barata. Dar un grito desde Chiapas o Yucatán hasta las Bajacalifornias, un grito mexicano donde se combine el purépecha el mixteco zapoteco y el tarahumara. Conocer la barranca del cobre. Esto no lo enseña la escuela.

Leer a Samuel Ramos, a Octavio Paz, a Carlos Fuentes en sus ensayos sobre lo mexicano, llevara los niños a conocer a nuestros muralistas, enfrentarnos a la catrina y a la muerte, que en mes y medio más festejaremos. No olvidar que Vasconcelos nos llamó el hombre cósmico.

Tener preparado a nuestro perro, pero más que nada nuestro morral de obras para sentir que no hemos vivido en vano.

La fiesta es compartir. Invitar a los amigos a tu mesa. Repetir el milagro de los panes y los peces. (Salud).

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