México celebra esta semana el centenario de la Revolución, una gesta que conforme pasan los años ha perdido fuerza e imagen.
La Revolución Mexicana fue por muchos años el festejo anual más importante que organizaban los gobiernos emanados del PRI y que utilizaban para reforzar su imagen nacionalista y encubrir al sistema antidemocrático y autoritario.
Quienes rebasan los cuarenta abriles recordarán aquellos desfiles kilométricos para conmemorar el 20 de noviembre de 1910 en donde abundaban los disfraces de Adelita, Emiliano Zapata, Pancho Villa, Obregón, Carranza y desde luego Francisco I. Madero.
Desde sus inicios la Revolución ha sido factor de enormes debates y controversias. Para algunos académicos este movimiento fue una simple revuelta entre grupos antagónicos que luchaban por el poder sin contar con grandes ideales ni aspiraciones sociales.
Para otros la Revolución dio pauta para que se construyeran en México los cimientos de una nación más estable y próspera.
Para el historiador Enrique Krauze, "la Revolución Mexicana tiene aún un prestigio mítico, un aurea religiosa". Pero lo cierto es que nunca se cumplieron los anhelos de justicia, libertad e igualdad por los que lucharon la mayoría de los caudillos revolucionarios.
A cien años de la Revolución podemos afirmar que los logros fueron magros e inconstantes. A lo largo del siglo XX se vivieron momentos de aparente gloria, sin embargo abundaron las crisis sociales, económicas y políticas.
Entre los logros importantes pueden destacarse la estabilidad social que siguió a la lucha armada de principios de siglo; la construcción de un sistema de salud y el desarrollo económico de los años 50 y 60.
Pero la Revolución no pudo construir un sistema democrático moderno, tampoco un programa educativo eficiente y menos un sector agropecuario acorde a los grandes recursos naturales del país. Dejó además grandes rezagos en materia judicial, en el aparato productivo y muy especialmente en la organización de estados y municipios.
Lamentarnos ahora del pasado y tratar de juzgar a los culpables de tantos años perdidos sería ocioso e inútil. Quien no conoce el pasado está condenado a repetirlo, pero quien no planea hacia el futuro corre el peligro de extraviarse.
México y los mexicanos tienen el gran reto y la oportunidad de reinventarse, de iniciar un nuevo camino en donde se suelten las amarras y los enconos del pasado. El siglo XXI se antoja ideal para construir la nación moderna, libre y próspera que todos deseamos.
Pero para ello hay que sacudir con fuerza el árbol para tirar los desechos, podar las ramas que chupan savia y no dan frutos, reordenar a fondo los sectores claves del país.
Habría que empezar con la educación, luego con el sistema político y al mismo tiempo reorganizar al sector productivo: el campo, la industria, la banca. Recuperar la industria petrolera, la de comunicaciones y la telefónica. Poner un alto a los monopolios y simultáneamente convertir a México en un país emprendedor, en donde cualquier persona con talento y una buena idea tenga posibilidad de abrir su propio comercio, negocio o industria.
Hace días escuchaba un noticiero del Distrito Federal con nuestro hijo de quince años, de pronto lanzó su pregunta: "¿por qué en México siempre son los mismos políticos?".
No pude contestarle, quizás el sistema no ha permitido el surgimiento de valores o quizás los mexicanos no hemos tenido las agallas para enfrentar a las mafias políticas y partidistas que se adueñaron del país.
Es hora de enterrar a la Revolución, situarla en las aulas y los libros de historia e iniciar un nuevo proyecto de sociedad, de Estado y de país. No será nada fácil y menos en estos tiempos de violencia, inestabilidad y odio, pero hay que intentarlo cuando todavía hay recursos económicos y un sistema de libertades.
Brasil, Chile y Colombia, por citar los más cercanos, lo están logrando. Los países asiáticos hace tiempo que nos dejaron atrás y ya no digamos los de origen latino como España, Francia e Italia que en el pasado sufrieron peores momentos.