La avaricia detiene el proceso de evolución personal, nos impide buscar lo trascendente, manteniéndonos adheridos a la ilusión de una confianza aparente.
Seguramente todos hemos llegado a convivir con personas a quienes identificamos como tacañas, codas, mezquinas o avaras, por su negativa a dar o compartir. La raíz de dicha conducta tiene una raíz más profunda de lo que quizá imaginemos.
Seguramente cuando era niño escuchó en más de una ocasión la frase “es mío, no te doy”; quizá usted mismo la llegó a decir. Conforme los individuos van creciendo es menos común que pronuncien estas palabras; no obstante, muchos continúan transmitiendo dicho significado a través de su actitud.
La avaricia es una tendencia o conducta que se caracteriza por la búsqueda de posesiones y placeres en forma continua, con el fin de acumular, sin importar las consecuencias. El Diccionario de la Real Academia Española la define con gran precisión: un afán desordenado de poseer y adquirir riquezas para atesorarlas.
Dicha ambición de acopiar todo lo posible generalmente tiene su origen en la aprensión hacia los grandes cambios. Quienes temen a las transformaciones radicales -como la muerte o la pérdida de algo muy preciado- encuentran una ‘solución’ a sus miedos en la obtención y retención de toda clase de bienes, ya que lo material les sirve como una base en la cual fincan su seguridad. Y aunque desde luego es un apoyo falso, al pasar los años el inconsciente refuerza este comportamiento volviéndolo repetitivo e inamovible.
La persona mezquina a menudo tiene pensamientos como “si no guardo dinero, ¿qué pasará cuando no tenga trabajo?” o “si comparto mi comida quizá no quedaré satisfecho”. No hay que confundir esto con la sana costumbre de ahorrar; el ahorrador se prepara para el futuro sin perjudicar su bienestar presente, mientras que alguien codo es capaz de comer a oscuras o bañarse con agua fría, con tal de gastar lo menos posible en luz o gas.
La avaricia nos empuja a sobrevalorar los recursos con los que contamos, y más en un mundo como el nuestro, enfocado al consumismo y donde la posesión va ligada al poder y a la aparente estabilidad.
En un sentido estricto todos desarrollamos fuertes inclinaciones hacia determinadas cosas y personas y esto no es malo en sí; el problema viene cuando se presenta la imposibilidad de desprendernos en el momento necesario y sufrimos por no conseguir desengancharnos de los apegos, pues éstos se convierten en el centro y sentido del diario vivir.
CÍRCULO DE AVARICIA
Decimos que el miedo suele engendrar la tacañería porque las experiencias que producen dolor y que implican alguna carencia estancan nuestro proceso evolutivo. Los orígenes de la avaricia pueden rastrearse hasta la infancia temprana, donde la satisfacción de las necesidades básicas (alimento, abrigo, cuidado, cariño, etcétera) es fundamental. Si éstas no son resueltas oportunamente, surge el temor al abandono o incluso a la muerte, son experiencias muy profundas y aterradoras pues suponen la aniquilación. Estas emociones las revive el adulto a nivel inconsciente y se defiende de ellas haciendo todo lo posible por evitarlas, de ahí que el individuo afectado se prometa a sí mismo no permitir que aquellas sensaciones se repitan y tal motivación lo lleva a la acumulación, a la codicia, a no estar dispuesto a soltar ni lo indispensable. No obstante, sin darse cuenta se mueve hacia una polaridad donde su obsesión por almacenar y retener, activa en quienes le rodean precisamente la experiencia de carencia que él desea evitar. Por eso a nadie le gusta convivir con alguien mezquino.
Asimismo, cada vez que el avaro revive su trauma emerge en él una emoción negativa y su forma de defensa será aferrarse con más fuerza a lo que ha acopiado, en un intento de salvaguardar su vulnerabilidad y disminuir su inseguridad. Así que si una persona le pide algo de lo que ha atesorado su respuesta será un rotundo “no”, acompañado de enojo, indignación y recelo a ver lastimada su tan preciada fortuna. Cabe decir que los seres humanos podemos desarrollar apego prácticamente a todo, desde objetos, dinero y personas hasta a un estatus social, a ciertos hábitos o incluso a nuestros recuerdos.
La avaricia detiene el proceso de evolución personal, nos impide buscar lo trascendente, manteniéndonos adheridos a la ilusión de una confianza aparente, entorpece la flexibilidad y obstaculiza la movilización de los recursos internos para salir adelante.
Al sentir aprensión ante la posibilidad de una carencia, es más fácil aferrarse a aquellas posesiones que la cultura nos dice que brindan bienestar, como el dinero. Pero lo que en un inicio puede servir como modulador ante la tensión y aparentemente ayuda, con el paso del tiempo lejos de otorgar alivio activará el miedo original, sumado a la soledad y al rechazo, los cuales acentúan el sufrimiento y limitan el desarrollo de la persona. Es un círculo vicioso en donde al experimentar la emoción que en dado momento generó una carencia, se activan los mecanismos conductuales para evitar sentir, lo cual va haciendo rígida la respuesta y la convierte en un hábito muy difícil de romper.
¿AVARO, YO?
Al ser la tacañería una conducta desplegada como respuesta a un evento, todos somos susceptibles de desarrollarla en algún momento. Podemos detectar si tenemos un apego excesivo poniendo atención a nuestras reacciones. Algunas situaciones que nos sirven de ejemplo son el momento de pagar una cuenta, prestar alguna de nuestras pertenencias (desde una prenda de ropa hasta el coche, o dinero), o compartir un bocado de lo que tenemos en el plato. Si al estar frente a un escenario de estos sentimos una gran incomodidad o un abierto temor, podemos suponer que en nuestro interior existe algún grado de avaricia.
Hasta en los lazos interpersonales puede presentarse la mezquindad. Las relaciones y experiencias de crecimiento que nos provee la vida son desprendidas, desinteresadas. En cambio los vínculos que se establecen por el mero afán de llenar un hueco con la presencia de otro son posesivas, disfuncionales.
Aferrarse a bienes o personas es muy simple, no requiere mucho esfuerzo y además es favorecido por el estilo de vida actual. Lo realmente difícil es comprometerse al proceso de desapego, el cual inicia con la aceptación del miedo que se está evitando. Después de la integración y entendimiento de esa emoción, surgirá una visión donde la relatividad de las cosas y la paz interior cobrarán sentido e importancia. No olvidemos el viejo refrán que nos dice: “Llegamos sin nada a este mundo y sin nada partiremos”.
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