El pláceme de la libertad
La libertad del hombre anda envuelta en polvo de estrellas. Tan alto es el don, tan admirable, tan importante, tan fuerte, tan señor; tan intocable esta prerrogativa entre todas las que enriquecen y engalanan a la persona. Don único, por más que afecte a todos. Todos somos libres y señores de nuestros actos. Por la libertad somos dueños de nuestra vida, de nuestros pensamientos y deseos, de nuestras acciones, del querer y del obrar, de las decisiones que tomamos. Encaminamos la vida hacia el bien o hacia el mal, según nuestra voluntad, según nuestra libertad. Incluso en la coacción física y violenta que se ejerce contra uno, el hombre no pierde entonces sino que conserva su libertad interior, y es dueño de aceptar o rechazar lo que se le propone o exige. La historia rezuma y está llena de ejemplos sorprendentes, heroicos, en defensa de la libertad. Las persecuciones y la violencia son campo abierto donde se demuestra la libertad. Al hombre hay que juzgarlo por su libertad; su vida se desenvuelve según el uso libre de su libertad. Su conducta es el espejo donde se refleja su libertad.
La verdad incuestionable de la libertad del hombre viene escenificada en un chiste gracioso. Un hombre discute con otro; éste le vence y lo arroja al río. Mientras se hunde en el agua, saca los brazos por encima de la corriente, y juntando el dedo gordo o pulgar de ambas manos, como frotando las uñas, hace un gesto que insulta al enemigo, diciéndole piojoso.
Para comprender y valorar el sentido de la libertad conviene adelantar una observación: la libertad tiene un límite social. Debe estar armonizada con la libertad de los demás, que también son libres. Eso se llama respeto. El respeto incumbe a cada uno por sí mismo, y es intransferible: o se tiene o no se tiene, o se vive o no se vive, y cada uno es responsable de su comportamiento. El respeto es esencial a la convivencia entre los ciudadanos. Tan importante como la autoridad, que vigila, cuida y fomenta el bien común de la sociedad. Yo diría que más importante, pues, si no hay respeto, la convivencia es imposible, y entonces la autoridad es superflua, sobra la autoridad; a no ser que la autoridad se declare decididamente en favor del orden y del respeto, hasta imponer el orden y el respeto mutuo que hacen posible la convivencia entre todos. Pocos habrá -alguno sí, siempre hay de todo- que no sientan que si la autoridad no vigila y fomenta el orden social y el respeto entre los ciudadanos, la autoridad no pasa de ser un elemento decorativo, pero funesto; en cuyo caso sobra.
Esta consideración tiene aplicaciones innumerables en el orden social: en la educación, regulando el orden en las aulas, requisito indispensable para el provecho en el estudio y formación del carácter de la persona del alumno; en la familia, para que los padres y los hijos se respeten y se amen, colaborando con sinergía magnífica que postula la voz más elemental de la naturaleza humana en el matrimonio; en la empresa, respetando y defendiendo los derechos y deberes del empresario y el trabajador -sin mentir-, alegando cuestiones fraudulentas que lesionan la paz y el beneficio de unos y otros, que son derechos y deberes sagrados; en la política, a la que incumbe el desarrollo del bienestar de los pueblos, compromiso que es, por esencial, ineludible entre los que juran o prometen servir -no servirse- con las facultades y prerrogativas que les otorga el cargo. Un parlamento que considerado en su conjunto no es capaz de descalificar y sustituir a un político indigno, porque no cumple con su gravísima obligación ante los ciudadanos, no merece ningún respeto y es tan responsable como el propio político indigno. Dios pedirá cuentas a cada uno por sus obras, por su libertad.
Jesús Sancho Bielsa.