E L escándalo en torno al pacto que para evitar alianzas entre partidos fue celebrado entre el secretario de Gobernación Manuel Gómez Mont y el gobernador del Estado de México Enrique Peña Nieto, ha dado mérito a múltiples repercusiones. El efecto más notable apunta al descubrimiento de las entretelas de nuestra frágil democracia, hoy como nunca en riesgo de perecer como intento fallido.
La elección presidencial de dos mil seis arrojó una diferencia mínima ente el candidato del PAN y del PRD, que propició el cuestionamiento de los resultados por parte de López Obrador y un grupo de radicales, que se reflejó en una auténtica resistencia legislativa que puso al Gobierno del presidente Felipe Calderón en manos de la minoría priista en el Congreso.
Los términos del pacto antialiancista no dejan lugar a dudas que el actual Gobierno Federal se debate desde el principio del sexenio, atenazado entre la impugnación perredista y la extorsión del PRI, probando con ello que se trata de dos brazos de una misma pinza.
Las reformas del Estado, la energética, la fiscal y en general la puesta al día de México por la senda de la modernidad, pueden esperar a que los beneficiarios del caos caigan sobre el botín. En tal supuesto tampoco serán impulsadas las reformas, porque el sistema priista para retomar y mantener el control sobre la gente, se nutre de la pobreza como materia prima.
El escenario muestra que este Gobierno nació sin espacio de maniobra, la Oposición ha cifrado su estrategia en el fracaso del Gobierno Federal y ningún deseo ha mostrado de conducir el país por la senda de la modernización ni del fortalecimiento de la democracia, por lo que resulta previsible una marcha en reversa hacia viejas formas autoritarias.
La retirada panista ha dejado espacios importantes al PRI que se apresta a regresar a Los Pinos, lo que supone un retroceso indeseable porque el tricolor no ha corregido sus viejas mañas y por el contrario, se ha segmentado en partidos regionales cuyos dueños en el papel de gobernadores priistas, operan como caudillos locales que alientan sus propias ambiciones que por cierto no conocen límites. Estamos frente a un PRI con todos sus viejos vicios y carente de la ventaja que en otros tiempos lo hizo soportable como mal menor: La capacidad de mantener cierta unidad.
La revelación mediática del pacto antialiancista por parte de Peña Nieto, ocurre como vacuna frente a lo que era un inminente embate de sus adversarios dentro del PRI en orden a descubrir el cochupo.
Vistas las cosas desde esa perspectiva, se avizora que en lugar de tender a la solución de los problemas, el país seguirá sufriendo los efectos de la lucha por el poder de cara a la próxima elección presidencial. Así lo muestra la competencia feroz entre las diversas facciones priistas y su empeño de confrontar con cualquier pretexto al Gobierno Federal, haciéndolo blanco de múltiples y constantes diatribas con razón o sin ella.
El escenario muestra a un priismo de estilo vociferante igual o peor que el de López Obrador, que a principios del sexenio malogró la vida parlamentaria en la pasada Legislatura Federal y mantuvo a nuestro país en el estancamiento en que se haya. Los priistas se quitan la máscara de la tolerancia y el pluralismo y dan trato de rehén al Gobierno y a la Ciudadanía.
Como afectados de satiriasis por la ambición desatada, los mismos priistas que con aparente madurez institucional dieron por válida la elección de Calderón hoy lo llaman presidente ilegítimo, denotando que su reconocimiento no fue el fruto de una correspondencia con la realidad de los resultados ni de su compromiso con la democracia, sino parte de una estrategia de mera conveniencia que hace de la incongruente impugnación actual tan infundada como tardía, una postura cínica que revierte en contra del propio PRI e inyecta elementos de inestabilidad a nuestra vulnerable vida pública.
Lo peor es que a los priistas no les ha importado llevar al país entre las patas, y sus distintos grupos beligerantes de hoy se presentan como dignos herederos de las facciones que después del triunfo de la Revolución de Francisco I. Madero, sepultaron a la incipiente democracia de aquellos días y precipitaron al país en una guerra burocrática que por lo visto no han dado por terminada.
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