Suecia es un país como casi ningún otro (empezando porque está lleno de suecas, lo que no es de ninguna manera despreciable). Fue uno de los pocos estados europeos que no intervino en ninguna de las dos Guerras Mundiales, ni padeció turbulencias sociales de importancia en todo el siglo XX. Monarquía constitucional desde hace mucho, mucho tiempo, su sistema político parece un ejemplo de seriedad democrática. Como parte de tal decencia, tiene una de las políticas migratorias más inclusivas de la Unión Europea, abriendo sus puertas a refugiados políticos y perseguidos de muy distintas partes del mundo. Un ejemplo notable es que el futbolista sueco mejor conocido tiene el muy balcánico nombre de Zlatan Ibrahimovic, nacido en Malmö (risueño balneario donde México obtuvo su primer punto en Copas del Mundo) de padre bosnio y madre croata (Al Barcelona le daría lo mismo si fuera marciano, con la salvadota que les acaba de regalar en la Champions). Un amigo mío, nicaragüense él, tiene a una hermana viviendo en Suecia, habiéndose acogido a la generosa ley de inmigración del país escandinavo... desde tiempos de la Revolución Sandinista, imagínense. ¡El pederasta Daniel Ortega ya hasta volvió al poder! (demostrando que, en Latinoamérica, la desmemoria es endémica).
Además de su labor humanitaria, que incluye sustanciales sumas para ayuda al Tercer Mundo, y quizá en parte por ello, Suecia suele estar en el Top 10 de todos los indicadores de bienestar: Ingreso per cápita (octavo lugar), índice de desarrollo humano (sexto), índice democrático (primero), expectativa de vida (séptimo), índice promedio de felicidad (noveno)... De más está decir que Suecia ha construido una infraestructura material, educativa y de salud de primer nivel. De hecho, durante la Guerra Fría se podía asegurar que los únicos sobrevivientes de una guerra termonuclear total serían las cucarachas, los chilangos y una tercera parte de los suecos. Las dos primeras especies, por razones genéticas; y los escandinavos porque, al nacer, uno de cada tres suequitos obtenía (por sorteo) un lugar en los amplísimos refugios antinucleares que salpicaban el país. A la hora de los (atómicos) trancazos, podrían protegerse en esas guaridas, solventar los primeros meses del invierno nuclear, y luego salir a repoblar la Tierra con güerillos. Hoy esos refugios son malls subterráneos, estacionamientos gigantescos y centros culturales. Allá no se desperdicia nada ni se pierde el tiempo protestando por las alianzas ni armándolas con las patas.
Por supuesto, el principal problema que un mexicano le hallaría a Suecia es su latitud: en diciembre la luz solar dura sólo unas horas; los inviernos escandinavos pueden ser extremadamente duros, con nevadas intensas y temperaturas que pueden descender a cero durante semanas enteras. Créanme: luego de un mes, uno se harta del frío y de tener que pasarse la vida en interiores chupando vodka. Pese a ello, Suecia tiene un índice de suicidios no muy alto (inferior al de, por ejemplo, Francia y Uruguay). De hecho, mucho menor que el de sus vecinos nórdicos Lituania, Letonia, Finlandia y Rusia.
Pareciera que Suecia es un paraíso. Pero bien sabemos que una cosa son las cifras, y otra la realidad. Para saber efectivamente cómo es, qué siente, cómo piensa un país, no hay mejor instrumento que su literatura. Su buena literatura. Porque los buenos escritores reflejan las angustias, dudas, virtudes y perversiones de la sociedad que los produce; y así se puede escudriñar el corazón de la misma mucho mejor que con el Libro de Datos Mundiales de la CIA.
Desde hace unos años he sido fan de los libros del autor y dramaturgo sueco Henning Mankell. Este señor ha creado, a lo largo de varias novelas, un personaje entrañable: el inspector de la división criminal de la ciudad de Ystad, Kurt Wallander.
Wallander es un hombre de mediana edad, divorciado y con una hija, con el que los hombres de mediana edad, casados y con una hija, nos podemos identificar de inmediato. El inspector vive en una ciudad pequeña y ventosa (de hecho, la más sureña de Suecia), es un hombre que hace bien su trabajo, pero ya empieza a ver cómo jóvenes que pudieran ser sus hijos se convierten en sus colegas. Cuestiona las novedades, se interroga si no será desplazado en un futuro, duda si escogió la carrera adecuada (su padre nunca estuvo de acuerdo en que fuera policía), agoniza porque el sueldo no le alcanza para renovar automóvil. Como buen adulto del Siglo XX (y XXI) no entiende a los jóvenes, ni la lucha le hace. Y resuelve casos del demonio con intuición, agudeza y el viejo truco de fatigar las calles y atosigar testigos hasta dar con un detalle significativo. Un personaje delicioso, simpático y ameno. Y dentro del género policiaco, las historias de las que es protagonista son de magnífica factura y mantienen la tensión durante cientos de páginas.
Otro autor sueco que he frecuentado últimamente es Stieg Larsson. Éste se convirtió en best-seller mundial con la publicación de su trilogía "Milennium", que en tres volúmenes chonchísimos cuenta los avatares de una ficticia revista de ese nombre... lo cual sólo sirve de pretexto para pelar la cebolla de las aventuras de dos personajes geniales: Mikael Blomkvist, un reportero mujeriego con enorme olfato para la investigación periodística y una enfadosa tendencia a meterse en líos; y Lisbeth Salander, una maga de la informática, hacker consumada, y muchacha bisexual problemática de la que, por su apariencia y habilidades sociales, no se enamoraría ni un marinero tlaxcalteca que no ha pisado tierra en dos años. A lo largo de unas dos mil páginas, esta curiosa pareja (que no es pareja) desentraña muy diversos misterios, que van desde una desaparición de hace décadas, hasta la relación entre las pandillas neonazis y el tráfico de blancas en el Báltico.
Lo interesante es que tanto Wallander como Blomkvist y Salander navegan en una sociedad aparentemente muy ordenada, respetuosa de las leyes y en donde todo funciona... pero se sienten decepcionados de la misma. Wallander se pregunta qué le ha pasado a Suecia en los últimos tiempos, de manera tal que ya no entiende a su propio país. Blomkvist se cuestiona cómo pueden ocurrir abusos contra menores, sin ser detectados, en una democracia consolidada. En ambos autores resulta notorio el descontento por cómo está viviendo su país, y encuentran una peligrosa vena de violencia no provocada y latente en muchos miembros de una sociedad que, según los números, debería estar feliz como lombriz. No deja de llamar la atención esa coincidencia... y que tanto Mankell como Larsson se muestran turulatos y patidifusos a la hora de encontrarle una explicación. ¿Cosas de los tiempos? ¿Maldición del Siglo XXI? ¿Resultado del aburrimiento producido por el buen vivir?
Consejo no pedido para evitar que le pongan cuernos de vikingo: Las recomendaciones son obvias, pero ahí les van: de Mankell mis favoritas son "El retorno del profesor de baile" y "La quinta mujer"; y de Larsson, la primera de la trilogía, "Los hombres que no amaban a las mujeres", que considero superior a las otras dos (que son bastante buenas). Y a ver cuándo nos llega la adaptación fílmica (Män som hatar kvinnor, 2009). Provecho.
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