H Ace casi dos mil quinientos años Tucídides se acercó a las mayores brutalidades humanas y dejó el testimonio más honesto de nuestra miseria. En su Guerra del Peloponeso, el militar desterrado buscó contar con toda verdad los horrores de la guerra. Ulises Schmill, en su libro más reciente sobre la revolución y el orden jurídico, ha recuperado la penetración de su mirada inclemente. Gracias al estupendo ensayo de Schmill, publicado recientemente por la editorial española Trotta, he vuelto a leer el texto de Tucídides que marcara a Thomas Hobbes en su tiempo. A decir verdad, la descripción del estado de naturaleza hobbesiano parece un día de campo en comparación con los espectáculos de Tucídides. La fascinación de Hobbes por el historiador griego fue tal que se encargó de preparar una traducción al inglés. En la política, brutal juego de poderes, no hay asomo de conciencia, ni intervención de la moral. Los fuertes hacen todo lo que pueden; los vencidos aceptan lo que tienen que aceptar. Bajo la guerra interna todo orden se subvierte, las palabras pierden piso, la comunicación se vuelve imposible. La inteligencia es un estorbo; la prudencia una equivocación. El único imperio es el de la fuerza desocupada por la razón y el escrúpulo. La guerra no es justa ni injusta: es producto de la fatalidad y la ceguera del hombre.
Quizá la conexión de Hobbes con el historiador griego proviene de la convicción de que la desgracia humana precede a la civilización. Tucídides no solamente habla de la destrucción provocada por los hombres; también se detiene a describir la desgracia que nace de la brutal naturaleza. Las catástrofes naturales exhiben los resortes elementales de la política. Lo que en el filósofo inglés era hipótesis, para el historiador resultaba experiencia. La naturaleza no es nuestra benefactora sino nuestra maldición. Nuestros intereses nos ponen en conflicto; el mundo nos lanza a la guerra. La descripción que Tucídides hace de la plaga de Atenas en el año 430 aC., es sobrecogedora. Presenta la desolación de un mundo arrasado por la muerte. En estos días en que se acumulan imágenes y relatos de la desgracia haitiana, me han venido a la mente aquellas descripciones. Fotografías y crónicas de hoy se mezclan con aquella narración milenaria. Las crónicas y los cromos dan noticia de la pestilencia, ese afán por resguardar la nariz del asalto de olores insoportables. Lo cuerpos usados como almohada y cobijo; los cuerpos empleados como bultos, arrojados como piedras; los cuerpos convertidos en barricadas para gritar la desesperación.
Las palabras fallan para describir el infierno de la peste, apunta Tucídides. La plaga es mucho peor que una epidemia cualquiera, dice: la peste no solamente mata, imposibilita la convivencia de los sobrevivientes. Los peores efectos de la peste se ven en los vivos-no en los muertos que venturosamente han dejado de existir. El observador se detiene en una extrañeza: a pesar de que un montón de cuerpos sin vida estaba tendido aire, ni los animales ni los pájaros se acercaban. Hasta a ellos repugnaba la carne muerta de los hombres. Todos los pájaros carroñeros desaparecieron. Los que se atrevieron a mordisquear los cuerpos insepultos, cayeron muertos unos minutos después. El relator nombra la desesperanza de los atenienses: ningún remedio al alcance de los hombres, ningún consuelo accesible. Sin dispensarios, ambulancias, asilos ni sanatorios, las calles de Puerto Príncipe son cementerio y quirófano. La ayuda internacional se enreda en un país desaparecido. El auxilio no llega a su destino. El terremoto no aniquiló solamente casas, edificios, templos: destrozó esa red de comunicación, reglas y comportamientos que es una ciudad.
Los cuerpos se acumulaban en las calles. Uno arriba de otro formando una masa infernal. En ocasiones, cuerpos medio muertos quedaban entrampados entre cadáveres. No podrá conocerse el número de decesos en la isla; no se identificarán tampoco los cadáveres entremezclados con tierra y piedra. Siendo tan abrumadora la catástrofe, los hombres-dice Tucídides- se volvieron totalmente indiferentes a las normas de religión o los dictados de la ley.
En Haití también se vinieron abajo los muros de la cárcel. La libertad de los presos es más que simbólica. Todos los haitianos parecen libres de la ley, pero esclavos del miedo, la necesidad y la rabia. La ley de los hombres es irrelevante cuando la muerte nos cerca, apuntaba Tucídides. La ley de los dioses parecía igualmente irrelevante al ver la idéntica desgracia de buenos y los malos. Cuando todos los muros se han desplomado, cuando no hay refugio, cuando toda la ciudad es intemperie, ¿puede hablarse de vandalismo? Bajo el imperio de la urgencia y la supremacía del peligro, el mando es imposible.
Al presidente se le vio unas horas después del terremoto. También perdió su casa, pero, sobre todo, perdió cualquier hilo de poder. ¿Sobrevive Haití?