La gran derrota de México en los diez años de panismo es haber sido incapaz de conciliar Estado y diversidad. Acción Nacional nació para combatir un régimen que pretendía subordinar todos los órganos de la representación a los dictados de un partido. Nació para afirmar el pluralismo, para impedir la incautación de la diversidad. Se opuso tenazmente a un autoritarismo de vocación incluyente y pericias corruptoras. Desde hace diez años, ese partido ocupa la Presidencia de México. Impulsó cambios y se benefició de ellos. Hoy, con el recuerdo de la elección del 2000 y la cercanía de las elecciones de ayer podemos decir que no ha sido capaz de conducir el cambio para que las rivalidades del pluripartidismo se acoplen a la serenidad del Estado.
Se trata, por supuesto, de una responsabilidad compartida. Las tres fuerzas políticas han sabido de rivalidad, pero no han acertado en la avenencia. Ningún partido ha sabido defender el presupuesto de su parcialidad: la plataforma de reglas e institutos que permite la competencia. Hablo, por supuesto, de un compromiso con el Estado, no con algún paquete de políticas concretas. No existe un verdadero pacto por el Estado, no hay contrato de legalidad y sin estos convenios, nada puede asentarse con firmeza en el país. La fragilidad del Estado mexicano es antigua, pero desde hace un lustro, adquiere implicaciones dramáticas. Lo más grave es que ni las alarmas más estridentes hacen reaccionar a la clase política. Aún lastimada directamente, sigue gobernada por la inercia. El crimen organizado ha ensangrentado ya la política electoral. No se puede seguir diciendo-como si fuera consuelo-que la sangre es de ellos, de los delincuentes. La sangre sale de todos. Que brote del cuerpo de quienes gobiernan o aspiran a gobernar agrega gravedad colectiva a la muerte porque es intimidación al resto: tentativa de un secuestro nacional.
Ante la emergencia, el presidente pronunció palabras que merecen adhesión. Suscribo y por eso transcribo lo dicho por Felipe Calderón: "Este problema exige que actuemos con visión de Estado, sumando todas las voluntades para generar, precisamente, un ambiente de colaboración; un clima en el que, sin menoscabo de los diferentes puntos de vista que tenemos, encontremos los consensos necesarios en lo esencial y que prevalezca, finalmente, el interés nacional. Frente al desafío que hoy nos plantea la delincuencia organizada, no hay margen para pretender dividendos políticos. Este es un reto donde sólo cabe la unidad y la corresponsabilidad de los mexicanos. Este es un desafío que mi Gobierno no ha evadido y, por el contrario, lo ha enfrentado con toda determinación, pero que requiere el apoyo de los ciudadanos y la colaboración franca y sin titubeos de las fuerzas políticas y sociales del país."
Pero la unidad no se asoma por ningún sitio. Lejos de mostrar en símbolos y decisiones cohesión frente al crimen, los actores políticos siguen sirviendo a sus rencores. La dirigente del PRI pronunció un discurso engreído y mezquino que pasa lista a sus resentimientos. Andrés Manuel López Obrador, por su parte, se mostró dispuesto a dialogar finalmente con el Gobierno de Felipe Calderón, con la única condición de que el Gobierno adopte la política económica de Andrés Manuel López Obrador. El sepelio del candidato ultimado debió haber sido ceremonia de Estado: fue un acto de campaña.
El convocante a la unidad de Estado no parece ser, a estas alturas de su Gobierno, promotor eficaz de la causa. La gestión de Felipe Calderón ha estado atrapada precisamente por la contradicción entre las intenciones y los instintos. Calderón ha buscado proyectar, desde el primer minuto de su Gobierno, imagen de estadista pero no tiene esa estatura. Felipe Calderón no dejará de ser, ante todo, un hombre de partido. Restituyó seriedad a la institución presidencial y se ha envuelto casi obsesivamente de los emblemas marciales, retóricos y textiles del Estado. Pero sus impulsos lo han llevado a boicotear sus propósitos. Su equipo delata una estrechez francamente facciosa. Obstaculizar el retorno del PRI desplaza en su agenda cualquier otra prioridad. Las reformas que defiende en el discurso son repelidas por sus obsesiones electorales. La legitimación de su estrategia contra el crimen insiste en la altanería de proclamarse el Adán de la legalidad. Suscribo lo dicho por el presidente Calderón: el desafío de la violencia exige visión de Estado. Por que las firmo, creo que esas palabras demandan acciones. Si Felipe Calderón quiere ser leal a su convocatoria, debe matar al hombre de partido. Sólo de ese suicidio puede nacer el estadista.