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Impresiones de China (I): la potencia emergente

Los días, los hombres, las ideas

FRANCISCO JOSÉ AMPARÁN

 T Enía mis serias dudas, pero creo que ya hay que hacerlo oficial: tarde o temprano, el Siglo XXI será el Siglo Chino, de manera parecida a como el XIX fue el Siglo Británico y el XX el Siglo Norteamericano: aquél en el que un país impuso su hegemonía (por las buenas o las malas) sobre una parte importante del accionar mundial.

Un servidor acaba de regresar de un periplo de quince días que le llevó a cuatro ciudades chinas (Beijing, Xi'an, Hangzhou y Shanghái) y una Región Administrativa Especial (Hong Kong, que es China y no es). La verdad, estoy impresionado por lo que los chinos han hecho en poco más de una generación. Y si siguen por ese camino, se ve difícil que alguien les arrebate la vanguardia ya para mediados de la presente centuria.

Habría que recordar que hace treinta años, China estaba en la lona, atrasadísima, por culpa de una casta política recalcitrante, encadenada a una ideología caduca, rejega ante lo que ocurría en el resto del mundo y empeñada en permanecer mirándose el ombligo (¿les suena conocido?). Todo ello, como una de tantas herencias nefastas del Gran Timonel, Mao Zedong, quien había gobernado (¿?) con mano de hierro a la República Popular China desde su proclamación en 1949 hasta que el tirano finalmente colgó los tenis en 1976.

Pero China tuvo la suerte de que, a la muerte de Mao, tomara el poder una camarilla que había pasado las de Caín bajo su mandato, y entendido que el país seguiría en un callejón sin salida si no se realizaban reformas urgentes (¿les suena conocido?). Encabezados por Deng Xiaoping, los nuevos dirigentes pusieron patas arriba el anterior sistema, introduciendo cambios que no tenían nada que ver con la ideología y todo que ver con el pragmatismo. La explicación que diera el viejo Deng para pasar por encima de los dogmas del comunismo castrante y estéril no tiene desperdicio: "No importa el color del gato, con tal de que atrape al ratón". Si era capitalismo lo que necesitaba China para salir de su atraso, adelante.

Después de varios ensayos, arrancones y frenazos durante los años ochenta y noventa, finalmente China se encaminó a un crecimiento portentoso, que ha cambiado radicalmente la vida de una buena parte de su población. Debido a ello, se prevé que en unos años China se convertirá en la segunda economía del mundo, todavía a bastante distancia de los Estados Unidos, pero con índices de crecimiento que resultan envidiables para la mayor parte de los países. Cuando alcance esa meta, el Imperio del Centro habrá finalmente borrado más de un siglo y medio de humillaciones y fracasos... un período que, habría que recordarlo, resulta una anomalía en la historia del Estado chino. Lo que hemos conocido de China en nuestra vida ha sido la excepción, no la regla, del devenir de ese gigantesco país.

Y es que China fue, durante muchos siglos, la vanguardia civilizatoria de la Humanidad. Ahí se creó el primer Estado centralizado; ahí se organizaron, controlaron y administraron muchedumbres inimaginables en otros continentes; ahí se hallaban las ciudades más grandes y prósperas del mundo, y se inventó todo tipo de productos, sistemas y hasta géneros literarios (la primera novela policiaca es china, del siglo XIII). Llegó un momento en que su superioridad sobre el resto del mundo era tan evidente, que los emperadores chinos decidieron que no había nada que ganar y sí mucho que perder por andarse mezclando con la chusma (¡chusma, chusma!, ¡ptrrr!). Y a partir del siglo XV, China se cerró al resto del mundo: nada extranjero (ni humano ni intelectual ni material) podía ingresar al país. A su vez, los chinos se enconcharon en sí mismos, soslayando al máximo el contacto incluso con sus vecinos cercanos. De manera tal que a China le pasaron de noche logros occidentales tan cruciales como la Ilustración y la Revolución Industrial. Y como suele ocurrir, la historia le cobró esas facturas.

A partir de principios del siglo XIX, el Occidente industrializado se aprovechó del atraso tecnológico y la corrupción política de China para humillarla una y otra vez. En 1842, los británicos no sólo obligaron a los chinos a comprarles su opio, sino que les permitieran instalarse a sus anchas en una isla hasta entonces perdida en el mapa, Hong Kong. A esa bocabajeada le siguieron otras, cada vez más dolorosas y frecuentes, y cada vez con elencos más variados: pronto franceses, rusos, alemanes, norteamericanos y hasta japoneses también andaban bailando zapateado sobre la dignidad y la soberanía de China. Los intentos de reforma por parte de las élites progresistas chinas fueron cortados de raíz por una dirigencia política atrincherada en sus privilegios e ineptitudes (¿les suena conocido?).

Finalmente, en 1911, un grupo de patriotas decidió ponerle fin a la decadencia. El último emperador, Pu Yi, un niño de cuatro años, fue confinado a la Ciudad Prohibida de Pekín, y se proclamó la república. Por primera vez en más de dos milenios, China no era un Imperio.

Y luego-luego se notó que no estaba acostumbrada a esas novedades modernas. En poco tiempo el país se desintegró, y durante los siguientes casi 40 años China vivió en perpetua zozobra: si no eran los diversos conflictos intestinos, era la agresión japonesa; si no era la guerra civil entre nacionalistas y comunistas, eran calamidades naturales (las inundaciones de 1931 ahogaron a quizá tres millones de personas: el peor desastre natural de la historia). El caso es que durante la primera mitad del siglo XX, la historia de China fue sumamente azarosa.

Las cosas no mejoraron con el triunfo de los comunistas de Mao en 1949. El sanguinario tirano emprendió una campaña económica y política tras otra, basadas todas ellas en su muy particular pensamiento, que condujeron a China a repetidos desastres. La que había sido la civilización cardinal de este planeta enfrentó la peor hambruna de la historia reciente en 1958-59: quizá 30 millones murieron de inanición por las estúpidas políticas de Mao conocidas como "El gran salto adelante". Cuando Mao murió, China era un país atrasado, sin medios de comunicación decentes, con 700 millones de campesinos pobres, y ciudades congeladas en los años cuarenta.

Pero llegaron los reformadores, y todo el enorme potencial de China quedó desatado. Y vaya que lo han aprovechado. Las ciudades chinas son hoy ejemplos de orden, limpieza e incipiente prosperidad. Sus medios de comunicación y transporte son francamente envidiables. En treinta años, China le dio vuelta a la tortilla, arremangándose la camisa y poniéndose a trabajar... en lugar de pasar años y años discutiendo estupideces, como lo hacemos en México.

Total, que China finalmente se deshizo de sus lastres y ataduras, y va por todo en las décadas por venir. Aunque claro, tiene algunos problemas que todavía pueden descarrilar la locomotora... que será el tema del próximo domingo.

Consejo no pedido para evitar que lo engañen como chale: lea la despiadada biografía "Mao: la historia desconocida", de Jung Chang y Jon Halliday, en la que le ponen una revolcada espantosa (y merecida) al Gran Timonel. Provecho.

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