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Impresiones de China (III): los límites de la hegemonía (II)

Los días, los hombres, las ideas

FRANCISCO JOSÉ AMPARÁN

Decíamos (mejor dicho, escribíamos) el domingo pasado que la emergente prosperidad de China, y su posible papel hegemónico en la segunda mitad del siglo XXI, pueden verse amenazados si el gigante asiático tropieza con alguna de varias piedrotas que se columbran en su camino.

Uno de esos obstáculos lo configura la continuada tensión entre una economía liberal, abierta, con muchos elementos capitalistas: y un sistema político cerrado, monopolizado por un partido que no soltará ni compartirá el poder por nada del mundo. El Partido Comunista Chino ya no tendrá mucho de comunista, pero sigue al pie de la letra las malas mañas que acompañaron a esa doctrina durante el último siglo: aferrarse al poder con uñas y dientes, recurriendo siempre al autoritarismo, y a la represión cuando se considere necesario. Ver celebrarse elecciones libres y competidas en China se antoja un sueño guajiro en el presente y en el futuro cercano. Y como decíamos, mientras el panal siga escurriendo miel, y de acuerdo con su tradición histórica, el pueblo chino no estará muy tentado a cuestionar o enfrentar ese estado de cosas. Y menos violentamente.

Pero (segundo problema) hay aquéllos a quienes apenas les han chorreado unas gotitas de esa miel, que escurre abundantemente en las metrópolis del oriente de China. Y es que en las grandes urbes cercanas a la costa, la población goza de un nivel de vida muy decente (sobre todo, recordando que hace tres décadas China era un país bicicletero... literalmente). Ahí la mayoría de la población tiene estándares de vida que en México podríamos considerar de clase media baja, pero en ascenso: poseen sus departamentos (de 80 a 120 metros cuadrados en promedio) que, como en todo país comunista, no son propios, sino que están en arriendo al Estado durante 70 años (lo que no parece importarle a nadie). Disfrutan de magnífica infraestructura urbana y de transporte en ciudades limpísimas y con baja criminalidad (aunque a la alza, supuestamente por la inmigración campesina ilegal). Y tienen la oportunidad de hacerse con empleos cada vez mejor remunerados, comprarse su carrito y acceder (ellos o su hijo) a una educación paulatinamente de mayor nivel. El único lío notorio es que mucha gente apenas ha aprendido a conducir sus automóviles y se les nota. Los conductores en Beijing son auténticos kamikazes, en misión suicida por las enormes avenidas y viaductos de esa inmensa capital. El chofer del autobús de nuestro tour era un troglodita tal que mi hermana Concha y mi cuñada Rosy (potenciales armas de destrucción masiva detrás de un volante) son pilotos de transbordador espacial en comparación. Milagrosamente, en cuatro días sólo vimos un accidente vial.

Pero esos niveles de vida en ascenso no están al alcance de una mayoría de la ciudadanía china: para abrir boca, no les han llegado a unos 800 o 900 millones de campesinos, que siguen tan encadenados a la tierra como en tiempos de la dinastía Ming. Tampoco le llegan a ese 9% de la población que constituyen minorías étnicas, que no hablan lenguas chinas y que han sido históricamente discriminadas. Campesinos y minorías ya han empezado a mostrar su disgusto por tan desigual distribución de la riqueza.

El problema en realidad es doble: primero, ¿cómo hacer progresar a los campesinos sin atraerlos a las ciudades y poner en peligro el crucial abastecimiento de alimentos? Si China ha sido históricamente la región más poblada del planeta, es porque sus labradores han sabido sacarle provecho a la temporada de lluvias de los monzones y a los grandes ríos que riegan el norte y el centro de China para obtener abundantes rendimientos, y en ocasiones hasta dos o tres cosechas al año; no puede haber grandes poblaciones sin que exista una provisión segura y suficiente de alimentos. Romper el esquema tradicional de producción-distribución-consumo es jugar con lumbre.

Segundo: si sólo la tercera parte de esa enorme masa da el brinco a la clase media en la siguiente generación, ¿será posible abastecerla de los satisfactores que indudablemente demandará? ¿Se imaginan a ese país (y al planeta) con otros 100 o 120 millones de automóviles más? ¿Y cómo hacerle con la oferta de energía, que China satisface principalmente con carbón, provocando una cuarta parte de los gases de invernadero del planeta? No es por nada, pero la Tierra estaba más tranquila cuando los chinos no tenían para cuándo prosperar.

Que ésa es otra: en estos momentos China no depende tanto de combustibles fósiles de importación. Pero quién sabe qué pase en el futuro. Quizá nuestros nietos sean testigos de una gran confrontación en aguas del Golfo Pérsico entre la flota china y la norteamericana, por las últimas gotas del petróleo de esa región. O de una gran ofensiva blindada china (blitz-krig-ching) a través de las estepas asiáticas, para apoderarse de los depósitos del Mar Caspio. Bendito sea Dios, eso ya no lo veremos. Pero son escenarios que habría que considerar a largo plazo.

Y ya que andamos con el viejo alucine del "peligro amarillo" y sus afanes de dominar la Tierra, otro límite posible a la hegemonía mundial china es bastante etéreo, pero real: pocos extranjeros son capaces de dominar las lenguas chinas, que son endemoniadamente complicadas. Y hablo de lenguas chinas, porque algo así como un 40% de la población (600 millones de personas) no tienen al chino mandarín, la lengua oficial, como su idioma materno. El mandarín, como su nombre lo indica, es el idioma que la burocracia imperial utilizaba para administrar, fiscalizar y controlar el gigantesco Imperio del Centro. Era el de los censos, solicitudes, informes y cuestionarios de Hacienda. Pero no era, ni es, la forma de comunicación corriente entre cientos de millones de chinos.

De hecho, la cosa más desconcertante al encender un televisor en China es constatar que todos los programas (noticieros, caricaturas, telenovelas que, a ojo de buen cubero, son bodrios igual que las mexicanas) están subtitulados en mandarín. Así, quienes parlan cantonés (en el sur del país) o wu (el idioma que se habla en Shanghái), aunque no entiendan la fonética, pueden más o menos leer y comprender los diálogos. Eso, si son muy hachas. El chino mandarín tiene unos 5,000 ideogramas. Al salir de primaria, un niño ha de saberse unos 800. Para leer un periódico, más vale conocer unos 1,500. Un hombre culto tiene que comprender más de 3,000. ¿Cómo dominar el mundo, si ni entre ellos se entienden?

El que los dos siglos anteriores hayan tenido como potencias hegemónicas a países angloparlantes (Gran Bretaña y Estados Unidos) en parte se explica por la facilidad con que se puede comprender, hablar y escribir el inglés, sobre todo para quienes hablamos idiomas del tronco indoeuropeo (Europa, América, Oceanía, Irán, Pakistán e India del norte). Para hablar y leer esas lenguas sólo se requiere conocer entre 23 y 28 letras y sus respectivos sonidos. Y esos idiomas no son tonales: no importa cómo se pronuncien, como lo atestiguan los habitantes de Tabasco, Andalucía y Oklahoma. En cambio, el mandarín tiene cuatro tonos, el cantonés nueve. Y el inglés, para acabarla, es básicamente un idioma de bárbaros, que ni conjugarse necesita (I worked, you worked, he worked, everybody worked...). Por eso ha sido el idioma universal durante tanto tiempo.

En fin, que China no la tiene tan fácil para dominar el siglo XXI. Pero por si las moscas, ¡empiecen a tupirle a los ideogramas! No vaya siendo...

Consejo no pedido para hartarse de pato laqueado: Vea "El baño" (Shower, 1999), de Zhang Yang, llegador filme sobre la demolición de las tradiciones en la China contemporánea. Provecho.

Correo:

Anakin.amparan@yahoo.com.mx

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