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Inocencia recobrada

ADELA CELORIO

Como siempre he dicho y hoy reitero, el Señor tiene un pésimo ministro de recursos hidráulicos. Apenas hace dos meses los pocos y pobres parques de la ciudad morían de sed, el baño diario de los capitalinos se limitó a bañito de torero -oreja y rabo nomás- claro que por el shampoo y esas cosas yo me tomé mis libertades, aunque por aquello de los malos ejemplos prefiero no decirlo.

Con la amenaza de sequía tampoco nos atrevimos a beber los dos litros de agua reglamentarios y al menos yo, tuve que suplirlos con cerveza.

La ciudad amenazaba con morir deshidratada y comenzamos a entrenarnos para sobrevivir en seco. Tanta sequía para que apenas dos meses después, el cielo llore con la misma intensidad con que lloran los hombres la muerte de su madre, que es la única ocasión en que se les está socialmente permitido llorar. Aprovechan tan triste momento para expulsar el llanto reprimido por su primer amor que se casó con otro, por su primer balón que atropelló un tráiler, por la traición de su mejor amigo, por la presencia intrusiva del padre en su adolescencia; y por todos los agravios que la vida les ha impuesto. Da la impresión de que también el planeta aprovecha este verano para llorar el desconsuelo acumulado por la muerte lenta a la que lo hemos sometido.

El cielo se cae, los ríos se salen de madre, los puentes se rompen, la vida naufraga, tenemos miles de damnificados y la política del país está en corto circuito. Menos mal que al menos por unos días, el balón no ha parado de cumplir su importante función social de distraer, de conseguir que la gente recobre la inocencia mediante el espectáculo (pulpo Paul incluido) ayudándola a evacuar así las grandes dosis de irritación acumulada. A diferencia de la política, la religión o el dinero; el deporte, y especialmente el de la patada, hermana a la gente de los cinco continentes unificándola en un lenguaje universal, idéntico en emoción, tonalidad y decibelios, formando el coro compacto que se escuchó en todo el planeta.

El mundo entero pendiente de las veleidades del balón dentro del cual cupimos niños, jóvenes y viejos. Los heteros y los homos, los listos y los tontos, los eruditos y los analfabetos, los policías y los narcos.

Por cuatro semanas ni nos acordamos de que el "Jefe" Diego sigue en una desaparición rodeada de misterio. Olvidamos por un rato la estúpida guerra (es un pleonasmo ya que toda guerra es estúpida) contra el narco, los cuarenta millones de pobres, los recientes ciclones y sus miles de damnificados. Aunque me cuesta entenderlo, el pasado domingo todos asumimos el triunfo del equipo español como si fuera nuestro. No hubo ningún aguafiestas que quisiera recordar que con una actuación mediocre nuestro equipo mexicano tampoco esta vez consiguió nada.

Todos soslayamos el daño severo que cada derrota, aunque sólo sea deportiva, causa en nuestra autoestima, en nuestra frágil identidad que a tanto perder comienza a ser una identidad de vencidos. Nos negamos a salir de la burbuja mágica, preferimos asumir el triunfo ajeno y unirnos a la fiesta.

Tocamos castañuelas, bailamos la jota y comimos paella. Sólo cuando despertamos el pasado lunes recordamos que los dinosaurios siguen ahí, empujando la puerta, arañándola con sus larguísimas uñas para meterse en cualquier descuido, y de nuevo en el poder, hacer con nosotros lo mismo que hicieron sus gobernadores estrellas como Montiel, como Marín... ¡ay nanita!

adelace2@prodigy.net.mx

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