Mi Iglesia tiene ritos hermosos. Uno de ellos es la misa concelebrada por obispos, como la que acabo de presenciar esta semana por los 50 años de fundación del Seminario de Torreón.
Como es sabido, el Seminario abrió sus puertas un 18 de octubre de 1961, aunque éste inició como "Seminario Menor", con apenas 40 alumnos.
Las vocaciones son escasas, porque "muchos son los llamados y pocos los escogidos", lo que implica que no cualquiera tiene el temple y la vocación para abrazar la vida sacerdotal.
Yo admiro la congruencia y dignidad de los hombres y mujeres entregados a Dios, porque ellos siguieron la voz que los llamaba a misiones más sublimes.
Por eso el Seminario, echó la casa por la ventana en esa misa concelebrada, en la que los hombres del Señor se regocijaron por haber llegado a los cincuenta años del Seminario y poder aún subsistir, no sin muchas penurias.
Cinco obispos con magníficas casullas presenciaban aquella ceremonia y aunque a mí me agrada más la figura del sacerdote al estilo San Francisco, aquello era un regocijo para la vista y el olfato, por la cantidad de incienso que se quemó.
Volvieron a pisar estas tierras hombres como don Luis Morales Reyes y Rafael Romo, bajo cuya vigilancia y apoyo creció el Seminario.
Pero también estaban los curas de a pie, los de parroquia y apostolado, que guían a su pueblo cotidianamente.
Por ahí el padre José Natividad Fuentes y Jorge Silva, con los que en distintos momentos de mi vida me ha tocado convivir.
Y a querer y no, volvieron a mi memoria otros sacerdotes, sólo que éstos jesuitas con quienes crecí en muchos sentidos, como don Jacobo Blanco y Joel Muñiz, de los que aprendí tantas cosas.
Pero si bien mi vida ha estado ligada a la Iglesia, confieso que soy poco afecto al rito, por lo que podría decir honestamente que soy un mal católico. Sin embargo, trato de vivir a mi manera las enseñanzas de Jesús, porque ellas son comunes a muchos de mis hermanos en Cristo.
Ausente como he estado de esas misas fastuosas u ordinarias, confieso que ésta me gustó y reconfortó.
Aproveché la ocasión para dar gracias por las bendiciones derramadas en mi familia y traer a la memoria que ese mismo día hubiera sido cumpleaños de Alfonso. Era una manera de agasajarlo también a él.
Algo de mágico tiene el rito católico cuando se vive en comunidad, pero creo más en los cristos vivos, esos que caminan a mi lado todos los días y en los que puedo cumplir sus palabras.
No me gusta la figura del Cristo masacrado, ni la de él agonizando en la cruz. Me agrada sí, la del Jesús andante predicando entre prostitutas y ladrones, caminando sobre las aguas, revelándose contra la muerte al resucitar a Lázaro o el hombre colérico que arrojó a los mercaderes del templo.
A veces pienso que es, como dijera el poeta Luis Lajous: "Hoy he rezado tres padres nuestros, en una iglesia, pero no sé, si fue la envidia de aquella gente, que en plenos años del siglo XX, todavía ora, espera y cree".
Tal vez es envidia, pues uno necesita creer y aferrarse a algo, aunque ese algo sea desconocido y quizás por eso yo admiro a los hombres que saben llevar su apostolado con congruencia y dignidad. Que divulgan la palabra de Cristo convencidos de su credo y de su fe; y por ende, repudio a quienes traicionan sus principios y valores, porque nada justifica que se aparten de su vocación y de sus juramentos.
Yo crecí entre dos mundos distantes. Entre la extremada religiosidad de mi madre y la liberalidad de mi padre. Pero en ambos casos con un respeto absoluto a las ideas de cada cual.
Y para remachar, me eduqué con los jesuitas, hombres de pensamiento libre, que en algunos casos, con una mano apretaban el rosario y con la otra empuñaba el fusil.
Pero me gustó esa misa y como digo, me reconfortó. Algo debe tener mi Iglesia que doblega así la tozudez del necio; la terquedad de quien a veces se resiste a creer en el dogma, pero admira y respeta a quienes lo practican.
Y como sí creo en un más allá: "Hasta que nos volvamos a encontrar que Dios te guarde en la palma de Su mano".