Salvo los casos de niños maltratados, los que se criaron en la calle, los expósitos o entenados, en la mayoría de los casos la niñez es una de las mejores etapas de la vida.
En ella se tienen muy pocas obligaciones, si acaso la de estudiar y el resto del tiempo es mera diversión. Por eso, cuando me siento atrapado por la vida y la rutina, sigo el consejo de Joan Manuel Serrat, que da en su canción "el carrusel del furo", ese juego maravilloso que su abuelo inventaba para él cuando, regañado, huía de su casa. Esa canción en su primer verso dice así:
"Cuando la llama de la fe se apaga y los doctores no hallen la causa de su mal señoras y señores sigan la senda de los niños y el perfume a churros que en una nube de algodón dulce le espera el Furo. Goce la posibilidad de alborotar el barrio: Por tres pesetas puede ser bombero voluntario o galopar en sube y baja el mundo en un potrillo Dos colorados tengo y uno tordillo".
Así que yo me fui siguiendo esa ruta, acompañado de mi amigo Francisco y su familia, una princesa y dos varones, el menor, Leonardo, una verdadera amenaza, divertido y desenfadado como él solo.
Acostumbrado sólo a los jueguitos de la Alameda y en el mejor de los casos, a los de la Feria una vez al año, tomamos un avión y nos instalamos en Disney Word. En un buen hotel y a veces, una buena comida, porque no siempre, pues bien sabido es que los gringos tienen una cocina muy desabrida.
Fui entonces a ese mundo maravilloso en el que todos sus visitantes se muestran felices. Las niñas se visten de princesas y se sienten princesas, los niños de Peter Pan o de Piratas y sueñan que surcan los mares del mundo en un barco corsario.
Todos quieren fotografías con Mickey, Mimí, Pluto, Guffi, el Pato Donald y sus sobrinos y lo más interesante es que ellos creen que son de verdad, pues en su inocencia maravillosa, ignoran que son simples mortales adentro de botargas.
Con todo y todo, yo me fui a volar con Peter Pan, viajé al espacio, recorrí varias ciudades norteamericanas en un parapente y también me adentré en el mundo de los piratas y no me quedé con las ganas de comprar una bandera pirata, bien grande, en recuerdo de un queridísimo amigo ahora ausente. Y, por supuesto, admiré uno de los carruseles más grandes del mundo.
Pero no es lo mismo los veinte que los sesenta y cada noche juraba que al día siguiente no saldría de mi cuarto, pero al amanecer, volvían las ganas de ver más y más, de divertirse como enano y tomaba otra vez el monorriel para irme al parque.
En Epcot Center, que está pegado al parque, en el Stand de Francia, tuve oportunidad de comer como Dios manda, un excelente platillo, ése sí, de una verdadera cocina y tomar una cerveza de aquel país. Y por ahí en otro lugar, unas langostas deliciosas, de esas que rara vez tiene uno oportunidad de comer.
Fue toda una odisea, pero gracias a Dios sin contratiempos ni nada que lamentar. Son experiencias bonitas, porque convive uno con niños y no hay nada más vital que la risa de ellos, sus pensamientos y ocurrencias, pero sin dejar de pensar que para uno, todo eso es pasajero y lo que fue, jamás volverá a ser.
Qué sensación tan grata de libertad, de alegrías y sorpresas, pero por pasajeras que sean torna uno renovado y dispuesto a seguir el tedioso camino de la rutina.
No pude sin embargo, dejar de pensar en el "Romancillo del niño que todo lo quería ser", de Manuel Benítez Carrasco, que dice en dos de sus versos:
Tal es la cruda realidad, aunque vuelva uno a su "placita de niño", ya no puede jugar como antes ni disfruta igual esos juegos. No obstante ello, aunque por momentos fugaces se puede uno montar en el carrusel y galopa de nuevo el mundo en un tordillo, envuelto en el olor a churros y algodón de azúcar.
Por lo demás, volvamos a la cruda realidad y digamos como siempre: "Hasta que nos volvamos a encontrar, que Dios te guarde en la palma de Su mano".