Los novios eran dos. ¡Faltaba más! -dirá el lector- para cualquier boda se requiere que los contrayentes sean dos. Dos que después de pensarlo mucho (porque ya no es como antes que uno se aventaba al matrimonio sin paracaídas) y de pasar primero la prueba de la cama, de la mesa y el baño compartidos; deciden oficializar su unión mediante la ceremonia de la boda. Pasada exitosamente la prueba de la convivencia, mis amigos decidieron contraer matrimonio civil: "Te invito, pero sin tu Querubín porque la boda es casi privada, sólo los amigos más cercanos".
En realidad yo no calificaba como cercana, pero me alegró la invitación. La boda estaba anunciada a las doce treinta y era la una del día cuando por fin conseguí un espacio donde estacionar mi escoba para colarme al jardín sombrío y decadente en una casona de la Colonia Condesa, donde una juez charlatana y dicharachera oficiaba ya la ceremonia.
Abriéndome paso entre los invitados conseguí colocarme justo atrás de los contrayentes; para mirarlos mejor. Altos, fuertes, ataviados ambos con varoniles chilabas blancas de algodón egipcio y unas exquisitas sandalias de piel marrón que me provocaron envidia; los novios escuchaban a la juez.
En un detalle por demás tierno, el más joven de los dos, pasó su brazo por la cintura y recargó la cabeza sobre el hombro firme de su pareja; un psiquiatra de 62 años que al menos por la espalda se veía bastante bien. Mientras tanto, la juez los ponía al tanto de derechos y obligaciones del matrimonio hasta que llegó el momento de la verdad: "Y ahora señor Jorge Torralba Macías ¿acepta usted como su legítimo cónyuge al Señor Rubén Salazar Miñón?
Sí acepto, respondió mi amigo, prendida la mirada en la clarísima mirada de su compañero. ¿Y usted señor Rubén Salazar Miñón, acepta como su legítimo cónyuge al señor Jorge Torralba Macías? ¡Sí, acepto! respondió con firmeza el psiquiatra; y los novios procedieron a besarse.
¡Todavía no! -dijo la juez y continuó con su retórica hasta que llegó el momento de llamar a los testigos. La madre de mi amigo -guapísima mujer- con una actitud que percibí un poco contrita, firmó por su hijo. El hijo mayor del primer matrimonio del psiquiatra, con una risa nerviosa pasó a firmar por su padre.
Cumplidos todos los trámites, finalmente la juez declaró: "con el derecho que la sociedad me confiere, yo los declaro legalmente casados ...". Y autorizó: "ahora sí, ya pueden besarse".
Tímidamente al principio y después apasionadamente; la pareja selló con besos el compromiso. En ese momento, un coro de voces masculinas, que bajo la batuta de su director entonó ¡Aleluya! nos obligó a voltear hacia la terraza donde, cuarenta cantores de pie, perfectamente alineados y con la partitura en las manos, echaban sus voces al viento: el Himno a la alegría, un Canto a la Libertad; y finalmente un himno Gay:
"Tú a quien tratan de ofender llamándote maricón o playo/ has sido soldado desconocido/ de tantas y tantas guerras/ contra el hambre y las tiranías/ pasaste por las batallas de la intolerancia/ y te hicieron más fuerte/ sobreviviste con humor y estilo/ cabecilla de todo lo que es nuevo/ rebelde y emocionante/ compañero también e indulgente/ no olvides nunca tu legado". Finalizado el coro, nos ofrecieron bebidas y frutas frescas. En el fondo del jardín, las mesas prometían un espléndido banquete, pero yo, me despedí de los novios pensando: ¡Dios! cuánto nos asustan los cambios.
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