Ayer, al momento de escribir esta colaboración, todavía estaba en estado de shock. Muy temprano, mi esposa Isela me despertó diciendo: "Arturo, le dispararon en la cabeza a Cabañas".
Tardé en reaccionar pero en cuanto empecé a escuchar las noticias, una sensación de tristeza y pánico se alojaron en mi ser. ¿Cómo es posible que a un tipo sano, en la flor de la vida y extraordinario jugador le pueda pasar esto?
Sin embargo, no es por desgracia una noticia aislada. En la República Mexicana cada 85 minutos se registra una muerte violenta, ya por la guerra emprendida por el Gobierno en contra del narcotráfico o bien por los ilícitos cometidos por el crimen organizado. O sea que en menos de lo que dura un encuentro de futbol, un ser humano pierde el preciado don de la existencia en nuestro país.
Y ahí no para la cosa, puesto que la estadística no contempla a aquellos que son privados de sus bienes mediante la intimidación, el asalto o la extorsión, ni a aquellos que, como esperamos en Dios suceda con el guaraní, sean lesionados.
El miedo va ganando esta desigual batalla y es obligada la reflexión de que si a un individuo famoso, en un lugar donde no acude, presumiblemente, cualquier persona, puede ser baleado en los baños independientemente del motivo real, el ciudadano de a pie, como usted y yo, se encuentra en franco estado de indefensión.
El cerco de la inseguridad se estrecha cada vez más en torno de uno. Con mayor frecuencia oímos del hecho violento acaecido a un conocido o vecino y, en muchos casos, es a nuestra propia familia a la que ha atacado este flagelo, sin que se pueda vislumbrar una solución.
Las hipótesis de la investigación pueden ser muy variadas, yendo del asalto a la riña y pasando por el intento de homicidio doloso pero la triste realidad es que cualquiera puede cometer un delito y salir airoso del trance.
Las autoridades judiciales han actuado con veloz diligencia por tratarse de una notabilidad deportiva, pero el asunto de fondo estriba en acabar con la impunidad, no solamente dar con el agresor de Salvador.
Habrá por supuesto aquellos que, dando una lectura simplista al asunto, pregunten qué hacía un atleta a esas horas en un antro que, además, debía cerrar a las 3:00 a.m., pero esa no es la cuestión, independientemente del derecho de un ciudadano para poder manejar su vida y horario, su derecho al descanso y la diversión como mejor le plazca, sin que eso deba dar pie a convertirse, de un momento a otro, en una víctima.
El culto a la transgresión, que permite el ingreso de una persona armada a un bar, ha tomado tintes demenciales. Hoy, el comensal de la mesa contigua puede ser un sicario y nada ni nadie impedirle su cometido.
Dios salve a Salvador.
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