Celebramos este año el Bicentenario del inicio de la Independencia y el centenario del comienzo de la Revolución en México. Las librerías se han inundado de biografías de los héroes de ambas etapas: seguimos centrados en la historia política, la "historia nacional". En este contexto, me pareció significativa la invitación que recibí para presentar en Saltillo el Itinerario de los muertos en el siglo XIX mexicano, de Alma Victoria Valdés, historiadora de aquellos lares a quien conocí en los estudios del doctorado en la Ibero y con la que comparto amistad y encuentros académicos. En el Itinerario no aparecen fechas magnas, héroes de la Independencia o la Revolución, a pesar de que los atraviesa en el tiempo. Explora, dentro del campo de la historia cultura, la historia de la muerte.
Y el tema de la muerte parecería ya agotado en nuestro país, pues ha sido materia constante en la literatura y en el folklor; pero esos acercamientos han corrido el riesgo de tratar a la muerte en el vacío, en el ámbito de lo atemporal. Incluso, es probable que hayan contribuido sustancialmente a generalizar una ecuación de identidad: "mexicano" = muerte. Se cree que el "mexicano", así, en abstracto, sin lugar específico ni historia, juega con la muerte, se burla de ella, se la come en las calaveras de azúcar.
Quizá por ello, el interés por las costumbres funerarias mexicanas no ha tenido un paralelo en los estudios formales e históricos de la muerte. De ahí la importancia del Itinerario, editado por la UAC y Plaza y Valdés.
El libro analiza los desplazamientos de sentido que tuvo la muerte a lo largo del decimonónico. Muestra cómo, la muerte, sus prácticas, sus ritos y cosmovisión, transmutaron radicalmente en apenas un siglo, pasando de ser un asunto de la Iglesia, al control del Estado, desembocando hasta su inclusión en el mercado.
Por ejemplo, queda patente el lugar que la muerte ocupaba en la sociedad novohispana, pues recordaba a todos "el carácter fugaz de la vida" (p.27). De ahí que: "Los más altos funcionarios estaban obligados inclusive a mostrar veneración ante el "sagrado misterio" debiendo ceder su coche y acompañar al viático a pie hasta la iglesia, independientemente de las tareas que estuvieran realizando en ese momento" (p.35). Sin embargo, unos 100 años después, hacia 1880, algunos periodistas se lamentaban, con respecto a la visita a los cementerios el dos de noviembre, de que ya "...había perdido su carácter religioso y devoto para convertirse en una práctica de socialización y convivencia colectiva (...) que sólo se visitaba a los muertos para "exhibir lindos trajes; tomar su memoria por pretexto para entregarse a distracciones inusitadas: gozar, reír, ostentar y llamar fiesta a la conmemoración de los que han dejado de ser" (p. 171). Así, en este lapso, la muerte pasó de ser una lección moral a un evento social. ¿Cómo transitamos de un extremo al otro?
El Itinerario analiza las rutas, los derroteros, los trayectos que siguieron los cuerpos inertes durante el siglo XIX en México en la dirección de la modernidad, a lo largo del tiempo en que se fue imponiendo de una manera definitiva.
Entre otros aspectos que observa la autora es posible identificar la ruptura de los sistemas de sentido únicos; se reconoce con claridad un cambio en el sentido del tiempo y del espacio, exaltándose el presente (de ahí el descuido por la muerte y la preponderancia de la vida, de la salud). Se envía a los muertos al exterior, extramuros, a los límites de la ciudad, a la marginación. La racionalidad establece su dominio a través de la ciencia y se observa en la importancia de la higiene, de la salud, de conservar la vida, la belleza y juventud, y relega a la espiritualidad al ámbito de lo privado (se prohíben los dobles de campanas, los ceremoniales públicos, las honras fúnebres). La comunidad deja de funcionar como un órgano social, dando paso a la "célula" familiar y por último, al individuo (de las tumbas colectivas, se pasa a las tumbas familiares y luego individuales). Se advierte una clara separación entre la vida privada, íntima y la pública, social.
Pero la manera en que se impone la modernidad es muy interesante. Para Valdés estas mutaciones no ocurrieron de manera lineal. Revela cómo, "Pese a los desplazamientos, las persistencias fueron frecuentes y provocaron constantes retroacciones así como el uso de antiguas prácticas que fueron dotadas de nuevos sentidos para adecuarse a los requerimientos políticos y sociales emergentes". (pp. 15 y 16).
Por ejemplo, ¿quién y cómo se puede usar el espacio común en la medida que avanza la separación entre la Iglesia y el Estado? En el caso de Saltillo, a fines del XIX, "las autoridades locales estaban obligadas a impedir las ceremonias, inclusive en los atrios de los templos, aun cuando éstos estuvieran "cercados", pues "dichos atrios no deben ni pueden considerarse como interior de los templos constituyendo evidentemente un anexo o dependencia exterior" (p.129).
Por supuesto que el doblar las campanas por la muerte de una persona, significaba hacer uso del espacio público y fue causa de altercados. Si bien la prohibición estuvo sujeta a vaivenes entre 1864 y 1881, se permitió su uso cambiándole el sentido: las campanas tañerían para marcar las horas del día, como reloj público o en "casos extraordinarios", como los incendios o los eventos de "regocijo nacional", siempre y cuando la autoridad lo ordenara" (134). La autora advierte las contradicciones en la celebración del fallecimiento de Juan Antonio de la Fuente: a falta de elementos cívicos para honrarlo y a pesar de que claramente se mostró a favor de la separación Iglesia/Estado, se utilizaron los ritos católicos: anuncios solemnes de campanas, oficio de vigilia, rezo de las oraciones de la noche, misa de difuntos, oraciones fúnebres. Este ejemplo conduce a la reflexión: ¿realmente se producen los cambios? ¿puede una fuerza política nueva irrumpir con nuevas prácticas? ¿hasta qué punto se utilizaron estos ritos con el fin de que los ciudadanos aceptaran las nuevas condiciones del Estado?
Valdés utiliza una diversidad de fuentes en su investigación: testamentos, relaciones de exequias, manuales de párroco, leyes y decretos, artículos y anuncios en periódicos y revistas; imágenes: fotografías, dibujos, planos, mapas, monumentos funerarios. Además, recorrió un buen número de cementerios que le proveyeron de sensibilidad para desarrollar su trabajo.
El Epílogo puede dar lugar a debates interesantes acerca de por qué hemos desterrado a la muerte y la necesidad de incorporarla, como señala Norbert Elías, citado por Valdés: "como una parte integrante de la propia vida".
No me resta más que recomendar su lectura para dar vida a este libro que sin duda contribuye a una mejor comprensión de nuestro país, que no sólo está construido de política, sino de cultura. Y la muerte y sus prácticas, son cultura.
Lorellanatrinidad@yahoo.com.mx