La felicidad permanente sería nuestra peor enemiga
La felicidad consiste en un estado placentero del ánimo, en un goce completo. Parece ser que la gran mayoría de las personas es mucho más feliz de lo que cree. La prueba aparece cuando volteamos al pasado y caemos en la cuenta de lo felices que fuimos a pesar de la gran cantidad de problemas y sufrimientos que tuvimos.
La propia palabra felicidad contribuye en parte a nuestra infelicidad, pues se nos ha vendido la idea de que hay personas que la experimentan como algo continuo. Es imposible. El código genético no está diseñado para ello; se opone nuestra química cerebral, que en ocasiones nos envía al infierno de la depresión o a las normales fluctuaciones del ánimo. Es imposible que los seres humanos no suframos enfermedades, traiciones, sueños destrozados, golpes de la fortuna, pérdida de seres queridos, temor a la muerte, etcétera. Es imposible que ante tales sucesos podamos permanecer felices, y si creyéramos lo contrario seguramente sufriríamos serios trastornos emocionales o alguna enfermedad mental grave.
Si aspiramos a un estado placentero del ánimo de manera ocasional, nuestra mira apunta correctamente; pero pretender que el goce completo se mantenga permanentemente en la cúspide es simplemente una locura.
Bienvenida la felicidad efímera cuando la produzcamos o la vida nos la regale, pero cuando esos momentos de éxtasis pasen no exijamos que regresen, no maldigamos porque se fueron, pues la felicidad sólo puede ser esporádica. Algo muy distinto sucede con el bienestar, la satisfacción, y la paz espiritual. Estos tres estados físicos y emocionales dependen más de nosotros, al igual que su duración es más larga en el tiempo. Aspirar a ellos es muy humano y además conveniente.
Sentimos bienestar cuando consideramos que la vida ha sido buena con nosotros. La satisfacción, por su parte, consiste en el cumplimiento de un deber o de un deseo, y en un sentido más amplio, en un contentamiento interior derivado del reconocimiento de que nuestros resultados han correspondido a lo esperado. Y la paz espiritual es una virtud que pone en el ánimo tranquilidad y sosiego.
¿Cuál es la razón de que solamente por momentos alcancemos la felicidad, que sea huidiza y esporádica? La causa la encontramos en la evolución humana. Hace un millón de años, aproximadamente, nuestro antepasados vivieron en los árboles. Se alimentaban de frutos y de nueces. De pronto abandonan los árboles a fin de vivir en la sabana. Ahí la vida fue muy diferente: en los árboles no había sobresaltos, pero en la sabana tuvieron que cazar animales y enfrentarse a bestias salvajes para sobrevivir. Ahora la caza les demandaba una gran concentración, coordinación y cooperación. El medio ambiente les impuso enormes exigencias, lo que permitió el agrandamiento de la masa cerebral y así pudo evolucionar hasta alcanzar lo que conocemos como Homo erectus. El invento de las herramientas de caza desde hace varios cientos de miles de años, la cooperación constante de la especie, afianzó los lazos de la comunidad y la ayuda mutua. Pero el pánico fue una constante a lo largo de toda la evolución, pues al menor descuido las fieras salvajes mataban a nuestros ancestros. Los cambios de clima, la caza escasa, todo ello implicó que vivieran en un vaivén constante entre el miedo y la tranquilidad, el cansancio y el reposo, el pánico y el gozo. Por supuesto que había peleas entre nuestros ancestros, pero la cooperación y la ayuda mutua triunfó, lo que contribuyó definitivamente a un mayor perfeccionamiento del cerebro. Ese triunfo permitió la existencia del Homo sapiens.
Los actuales hombres, idénticos a los de hace 100 mil años, siguen enfrentando peligros: hambrunas, guerras civiles, dominio de una nación sobre otra, enfermedades como la gripe española que mató en 1918 a más de 50 millones de personas. Nuevos padecimientos como el ébola, el sida, la influenza aviar, etcétera.
Hoy en día la humanidad enfrenta retos diferentes a los de nuestros ancestros, pero en nuestro código genético quedó impreso para siempre que la vida es una lucha constante, lucha que es ya un instinto de conservación. Si no hubiéramos heredado en nuestros genes los sentimientos de pánico, incertidumbre, cautela, goce y alegría, la raza humana ya se habría extinguido.
Critilo nos dice que seamos más compadecidos con nosotros mismos: ¿cómo exigirnos una felicidad permanente, si gracias a no tenerla hemos sobrevivido? ¿O acaso los instintos que nos mantienen vivos no se oponen frontalmente a una felicidad permanente, que de existir nos quitaría nuestro sentido de conservación, lo que mandaría a la humanidad a su extinción?
Correo-e: jacintofayaviesca@hotmail.com