S E ha levantado una densa nube de polvo con las protestas de quienes piden se cierren las plazas de toros y no haya más corridas. Si hay éxito, digo yo, ya deberían estar pensando en acabar con el sacrificio de los cerdos, que son muertos mediante la maniobra de cogerles una de las patas delanteras, la del lado del corazón, que doblada permite al matancero enterrarles un puñal que va directo al corazón. Igual surgirían los que están en contra de la pesada carga que se impone a las gallinas ponedoras que son enclaustradas en jaulas de alambre, el pico cortado, con alimentación especial para que no necesiten que las pise el gallo y luz artificial constante de día y de noche, para que produzcan huevos el mayor tiempo posible. Los pollos desplumados se envían a las rosticerías para el consumo humano. Los patos y los gansos de granja son engordados para gusto de seres privilegiados que pueden pagar (las langostas son cocidas en vida a fuego lento). Las ocas obligadas a devorar el bolo alimenticio empujándolo por la garganta para hacerle crecer el hígado y satisfacer el paladar más exigente con el paté de foie gras. Lo hasta aquí dicho no creo que evite que usted engulla un par de huevos fritos con jamón o coma una hamburguesa de carne de res, salvo que sea usted vegetariano.
Las aguas siempre han sido turbias en el universo taurino catalán. El pasado mes de mayo la Plataforma Basta recogió 180,000 firmas pidiendo la abolición de las corridas de toros, dirigiéndose al parlamento para que vote en ese sentido. Eso ha abierto un debate sobre el futuro de los toros en Cataluña, que se está extendiendo a los países latinos en que se practica el arte de Cúchares. La noticia le dio la vuelta al mundo. Lo que sucede con los enemigos de la fiesta brava, es que asimilan los padecimientos del burel en el ruedo, con lo que sufriría un ser humano que sea sometido a un encierro a oscuras, recibido al salir al ruedo por una muchedumbre en las gradas que ruge ¡ole! a todo pulmón, por lo que su único impulso sería huir saltando hacia las barreras. Con el rechazo a las corridas, muchos catalanes quieren eliminar del país una práctica vergonzosa, considerada repulsiva para muchos europeos, aunque cabe decir que infinidad de aspectos de la Historia de España de los últimos cuatrocientos o quinientos años no se pueden entender sin los toros.
Dese usted cuenta, si es que ha sentido el mal de montera, usted aficionado a lo que simplemente le llaman los toros, debe saber que la plaza México es la más grande del mundo, teniendo un cupo de 41,262 personas sentadas. Si no ha ido y alguna vez asiste, en las afueras a su alrededor existe venta de comidas, puestos de tacos y restaurantes donde le sirven criadillas y todo lo que del toro se puede aprovechar como alimento para satisfacer el paladar de los capitalinos. Allá por los años cincuenta era fácil encontrar gente deambulando, antes y después de una corrida por las calles, como en una alegre feria, aprovechando para comer en los puestos de comida mexicana. Ahí pude ver a María Félix, con el flaco de oro, Agustín Lara, junto a celebridades políticas de esa época y atletas de renombre. Sí, sí me confieso aficionado a los toros. Aunque entonces los años no me habían dado la sensibilidad que tengo ahora. En el palco del juez de plaza, una corneta daba el aviso de que los toreros y sus cuadrillas podían pasar con lo que muy rumbosos, con sus trajes de luces, caminaban garbosos partiendo plaza, mientras una orquesta tocaba el pasodoble "fiesta taurina". Era el mundo de la tauromaquia en el que se mezclan conocedores con villamelones.
Algo de mágico tienen las corridas de toros. Hay de todo, es un espectáculo, pero al mismo tiempo es, más que nada, algo místico en el que participan en comunión el público, el bovino, la banda musical, el trompetista, el tamborilero, los monosabios que como duendes salen de sabrá Dios dónde, sacando a las mulillas para arrastrar a los cornúpetas llevándolos al destasadero; he de decir, sin temor a equivocarme que al pueblo, en todos sus estratos sociales, le apasiona la fiesta de los toros. Quien diga que los aficionados a la fiesta esperan que el astado dé cuenta con el que trae como única defensa su capote creo que alucina. El público aplaude la faena. El torero es premiado por su temeridad y osadía, llenándose el tendido de pañuelos blancos que piden que el juez de plaza decrete le entreguen las orejas y el rabo. El toro, si actuó con bravura y nobleza, puede ser indultado o si no, como un homenaje, es arrastrado lentamente dándole la vuelta al ruedo. El torero es premiado con palmas, arrojándole desde los tendidos ramos de flores, y también parte de la vestimenta, sobre todo sombreros, quien, acompañado de su cuadrilla y del dueño de la ganadería, regresa las prendas y bebe del odre, al que llaman bota, con singular estilo levantando la cara dejando caer el vinillo en su boca, ante el regocijo popular. Antaño un torero triunfador era llevado en hombros hasta su hotel después de salir por la puerta grande. En fin, no se diga más, eran otros tiempos en los que se podía soñar.