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La mala educación

Las laguneras opinan...

MARÍA ASUNCIÓN DEL RÍO

Ni en la peor pesadilla ni en la fantasía más tétrica hubiéramos imaginado vivir lo que estamos viviendo y que Torreón fuera el escenario. Los hechos violentos y también las estupideces da cada día rebasan la imaginación y nuestra capacidad de asombro se pone a prueba: lo que antes nos dejaba helados y sin palabras ahora lo recibimos con actitudes peligrosamente cercanas a la indiferencia. Hace un par de semanas un diario canadiense publicó escandalizado el apuñalamiento de un individuo, poniendo en alerta al país entero y generando todo tipo de precauciones para evitar que la situación pudiera repetirse. La calma volvió a la ciudad que durante 8 años no ha registrado un solo asesinato, pues finalmente la víctima sobrevivió gracias a la oportuna intervención de paramédicos y policías. ¿Tiene usted actualizadas nuestras cifras?

Qué lejos quedan los tiempos en que aquí también nos alarmábamos cuando un hecho violento perturbaba la paz de la ciudad, qué remotas nuestras respuestas de alerta e indignación, los movimientos de las autoridades y la rendición de cuentas castigando al responsable o dejándolo a merced de la ley del pueblo, también justiciera. Qué tiempos -y ésos sí fantásticos para los adolescentes de hoy- aquéllos en que íbamos al Centro, tomábamos clases en alguna escuela nocturna de idiomas o de música, íbamos a nadar después del trabajo, regresábamos caminando de alguna visita o nos sentábamos en la banqueta a platicar, mientras los niños jugaban a la quemada o a las escondidas en la calle. ¿Adónde se fueron el Torreón, y el Gómez, el Lerdo, el Matamoros, el San Pedro, el México entero de entonces?

Cuando escuchamos a los que hablan y declaran porque tienen obligación de hacerlo: presidentes, secretarios, gobernadores, alcaldes, síndicos, diputados, funcionarios, jueces, jefes de seguridad, comisionados... y vemos cómo sus respectivos discursos repiten el juego de la papa caliente, lanzándole la responsabilidad al otro (cualquiera que sea la función de ese uno y ese otro), pero que en resumidas cuentas encierra el penosamente célebre "¿y yo por qué?" de Fox, no nos queda más que pensar que ahora sí nos lleva la tristeza, que estamos a punto, no de celebrar centenarios de algo desconocido, sino de empezar a hablar, como en los cuentos, de lo que éramos "hace muchos, muchos años, en un hermoso país", y que de semejante atolladero ni la Virgen de Guadalupe podrá sacarnos, puesto que nosotros mismos nos empeñamos en cavar hacia abajo.

La culpa -dicen- la tiene la pobreza, la falta de oportunidades, la incapacidad de los gobernantes, el diablo encarnado en los narcos, la maldad inherente al ser humano, la corrupción que envuelve a toda clase de poder, nuestra indiferencia...

Entre las culpabilidades más sonadas se cuenta, creo que justamente, la mala educación de los mexicanos todos. Mil perdones a mis colegas, a mí misma y a mi propia profesión, pues la mala educación se extiende a todos los ámbitos y a toda la escala social. Aunque parezca, no exagero, porque si fuéramos educados, no toleraríamos que año con año personas viles e irresponsables ejerzan cargos públicos, rijan nuestros destinos y los de nuestros compatriotas, dicten, aprueben, rechacen y violen nuestras leyes. Si fuéramos educados, exigiríamos que las instituciones se mantuviesen incólumes, estaríamos depurándolas todo el tiempo, lanzaríamos a la calle a todo aquel que se atreve a lastimarlas con su persona, sus palabras, sus actos y sus costumbres. Si fuéramos educados veríamos nuestros errores con lentes de aumento y procederíamos a repararlos de inmediato, tomando como base las lecciones de la historia, sus fallas y aciertos y los ejemplos buenos y malos de otras naciones, imitando los unos y repudiando los otros. Si tuviésemos un mínimo de educación, sabríamos que una mentira mil veces repetida jamás se vuelve verdad, y que la honorabilidad no es una palabra sino una permanente forma de vida que no admite excepciones. Estaríamos conscientes de que todos nuestros actos, hasta los más insignificantes, afectan a los demás, comenzando por quienes nos rodean, y que inexorablemente serán como somos nosotros.

Yo escribo libros didácticos, lo cual me acerca por fuerza a las regiones donde se supone que la educación abunda. Se sorprendería usted de saber lo que pasa en el parnaso mexicano. En mis últimos trabajos editoriales he notado una exigencia cada vez mayor para decorar los textos, llenarlos de información y de palabras que poco tienen que ver con la educación que necesitamos, despojándolos de lo que antes era condición esencial del libro: sustancia, ideas, contenidos por aprender. Protesto y discuto con los editores que prefieren llenar los espacios con imágenes llamativas, cuadros y chismes, en detrimento de la información, el texto de lectura y las actividades complejas. Me encantan los textos breves, pero no tanto como para preferir un capítulo de una novela o una escena de una obra de teatro a la novela y la obra completas. Sé que éstas no pueden incluirse en los libros y que es fácil acceder a ellas en medios electrónicos, pero lo grave es que su lectura íntegra y reflexiva también queda excluida de los objetivos de aprendizaje. Por algún tiempo pensé que se menospreciaba al estudiante al considerársele incapaz de hacer lecturas serias y completas; sin embargo, ahora sé que son los maestros quienes exigen programas y libros de texto que no les representen esfuerzo: si éstos no contienen ejercicios para cada tema con todo y respuestas, optan por otros; si no se les provee de cuestionarios, reactivos de exámenes y hojas de respuesta, desprecian el libro sin evaluar su contenido, porque "no les ayuda a trabajar". Probablemente estoy más vieja de lo que pensaba, pero todavía considero un privilegio la libertad de cátedra que permite al maestro desarrollar su creatividad y la de los alumnos, adecuar ejercicios y lecturas a los intereses de cada grupo con que se trabaja, poner retos que les estimulen a dar más de sí mismos, explotar la propia imaginación para incorporar novedades en las clases de cada día y en la evaluación del aprendizaje. Y resulta que no. A pesar de todas las academias, reuniones de trabajo, encuestas y pagos extra (quizá producto de ello), el sistema oficial pide hoy la estandarización de todo; que todo sea igual, pero no hacia arriba, no para crecer, sino en un decrecimiento lamentable que explica claramente por qué la mayoría de los maestros mexicanos reprueba los exámenes. El nivel que se exige en todas las disciplinas es ínfimo, comparado ya no con el de otros países, sino con nosotros mismos hace algunas décadas -¿Algo qué decir, Señora Gordillo? -. Y por supuesto que no estamos educados, porque si lo estuviéramos, hace mucho habríamos cambiado el esquema educativo de nuestra patria y quienes blanden la autoridad magisterial estarían vendiendo pepitas o haciendo cualquier cosa que no pusiera en peligro al presente y futuro de los mexicanos que, con un raciocinio tan poco cultivado, bien podemos despedirnos de la paz y el progreso, porque nunca encontraremos el modo de construirlos.

Maruca884@hotmail.com

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