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La Misión II

Relatos de andar y ver

ERNESTO RAMOS COBO

 E Ra tan asiduo al tropiezo, que asumía sus breves éxitos como si fueran venganza. ¿Contra quién? Tal vez nunca lo sabremos. Además, no es este lugar para ahondar en rencores pasados, ni para justificar agravios y consecuencias, o las manías detonadas a raíz de los mismos. Aquí solamente lo que queremos es contar.

En el caso particular de él, si por alguna causa, el espejo lo mostrara desconectado de su otro yo, atiborrado de antidepresivos, en ceguera de sentimientos, él lo achacaría a los abusos que el sistema le había infringido. Al final de cuentas, su especialidad era buscar culpables. Y ese cuerpo gordo, relleno de hamburguesas y de gases, era algo que él podía controlar cuando lo quisiera, según lo decía en voz alta, mirándose al espejo, cepillándose los dientes amarillos con un dedo rechinante.

Por eso no fue sorpresa que guardara de nuevo la corbata en el cajón. Indecisiones semejantes eran recurrentes, no sólo en su vida, sino en su entorno entero; así había sido el día a día de su padre, así los cambios frecuentes de humor de su madre, la que apenas recordaba, así su juventud entera, sumida en una soledad creciente. Odiándolo todo, y con un hartazgo caliente a su alrededor, apenas le quedaban de placeres las esporádicas caminatas del viernes, el automático escupitajo al charco, esa expectativa visceral de lanzarse calle abajo por desvalijadas banquetas, sin más promesa que cerrar la puerta y olvidarlo todo; sus fantasmas.

Pero ahora empezaba el cambio. El haber encontrado la misión de su vida, significaba no sólo la mutación a un hombre nuevo, sino el contar con una nueva percepción de la vida, y el sentir una filosa clarividencia en las ideas. Ese ideal de corromper, hasta lograr la perfección, lo había resucitado milagrosamente.

Por eso, para esta situación específica -dilucidaba riguroso al espejo, el parecer decente o presentable, no es lo más trascendente. Finalmente lograría su propósito, es decir, el corromper a ese funcionario municipal inexperto, "cualquiera que fuera mi facha", de eso estaba seguro. En su anhelo por ser el mejor de los mejores, tenía la certeza de que ni la ropa, ni la corbata, ni el peinado, serían factor de significancia. Importaba, por el contrario, la seguridad que imprimiera a su persona, el rigor y la cadencia de su labia, eso sería sin duda lo que daría sustento a su objetivo. Requería ser resoluto, directo, eficaz, como la buena prosa que fluye delgadita. Como si se tratara del lacónico ir al grano de Hemingway. La negrura creciente en los callejones de Chandler. Cualquier frío personaje de Burroughs, más drogadicto caradura que cualquier otra cosa. Su actuar debía equipararse a la precisión de la imagen, al punto y aparte en el momento justo. Un cuchillo caliente tasajeando bífida una lengua: el sueño de cualquier modificador de cuerpos.

Si acaso su actuar traslucía desfachatez, sería porque no tenía nada que perder. Acabar en la cárcel no era riesgo -como lo hemos dicho, y tampoco la vergüenza o el desprestigio eran de preocuparse, esas cosas son para principiantes menos avezados -le decía al espejo con media risa sarcástica, peinándose las cejas lamidamente, acto lineal para retomar las fuerzas.

Además, no existía temor alguno, porque la suya era acción de otra clase, con otro propósito: era demostrar, por medio de la perfección cínica en la desfachatez corruptora, los caminos posibles para cambiar y regenerar el sistema. Su sueño era el sueño de un loco, o el acto salvador del último mesías con el que contábamos.

"Además -le decía al espejo, tan desesperados están, que por lo menos deben darme el beneficio de la duda".

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