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La Misión III

Relatos de Andar y Ver

ERNESTO RAMOS COBO

Las televisoras ostentaban como propio a ese candidato presidencial, que ahogado en micrófonos declaraba desfachateces cínicas a grado de parodia. Sus respuestas resonaban con voz firme y ademanes calmos, confirmándose la inercial herencia del discurso vacuo de antes, los lugares comunes, manías y complicidades. Escuchar sus malabarismos verbales y sus excusas circulares, no provocaba ni vómito ni carcajada, sino el sálvese quien pueda ante el desfalco. Bien común, vocación de servicio, primero el prójimo: eran frases huecas, que ni en las bardas blancas se impregnaban. Las patrañas vueltas costumbre cosechaban desprestigio para la clase política. El país, mientras tanto, se desmoronaba en un largo abismo.

Pero nuestro personaje tenía la rara virtud de mantener la ecuanimidad, será porque había vivido gran parte de su vida en este desolador panorama. Tenía además la certeza de poder cambiar las cosas, y a eso había jurado avocarse. Y, como cotidiano detalle, debemos decir que tenía comezón en la entrepierna, al grado de cortar con tijeras el elástico del calzón apretado.

Sumido en sus quehaceres pensaba que por lo menos debía contar con el beneficio de la duda -y eso lo repetía a sus adentros, mientras su halo de grandeza flotaba, sobre el reflejo sonriente del espejo.

"Finalmente todos tienen un precio. Eso facilitará mi obra -decía. Eso descorrerá por fin el telón que nos nubla y nos somete."

Era consciente de los obstáculos, y se sentía capaz de sortearlos. Se regodeaba de su vasto conocimiento sobre burocracia y sistema, presumiendo haber vivido de más entre sus corredores, observando a los funcionarios mientras tramitaba asuntos imposibles en sus sótanos -según decía, y aunque la acción de gobernar es recelosa e impredecible, y aunque obedezca a los caprichos subjetivos de quien lleva la rienda, todo gobierno es corrupto en sí mismo, y todo gobierno está compuesto de hombres. Abundan las bromas incluso, en el colectivo popular, sobre la capacidad de aguantar cañonazos de 100 mil pesos. Es la naturaleza misma, la ambición humana de poder y dinero, y es eso, principalmente, lo que simplificara mi trabajo. Lo demás son pequeñeces. Definir dónde, cuánto - con firmeza y escarbando; el quién, ya lo he decidido.

Estaba convencido que las medidas populistas no debían desincentivarlo. Ésas pululaban en todos lados y sus razones terminaban ventiladas. Partían desde el robo de las arcas, la compra extendida de los votos, el engaño cotidiano a los hambrientos, la mordaza al periodista, el gasto personal a cargo del erario. Eran patrañas extendidas que no debían detenerlo. Su propósito era distinto, su misión era otra. Él volaba a otras alturas.

Tampoco le debía importar verse opacado por las acciones del gobierno, que rescientemente había destapado las cloacas corruptas de unos funcionarios en desgracia. El gobierno intentaba vestirse de blanco mostrando vicios ajenos, cuestión por demás comprensible en año electoral. Conocía esos trucos de sobra. Sabía que eran sacrificios humanos que obedecían a una lógica de legitimación a través de culpables, buscapiés distractores para la rapiña y el desfalco. No significaban cambio de paradigma desde la cabeza del líder. Eso nunca había existido, y un sistema en riesgo lo resentía al borde del colapso. Por eso -pensaba, debía actuar rápido.

Sospechaba, sin embargo, que las ratas lo estaban observando -lo presentía, e incluso temía que lo estuvieran grabando. Mantenía por ello las cortinas cerradas, y moviéndose en sigilo ya no orinaba en la calle. Debía olvidarse de ensayos y ejecutar la acción definitiva -pensaba convencido, mientras se observaba orgulloso al espejo con su corbata implacable. Mientras tanto, al fondo del salón, sumergido y ahogándose entre la mar de micrófonos, el candidato continuaba esgrimiendo lentamente sus ilustradas palabras.

(La historia completa del señor x en su lucha contra/por la corrupción --que se desglosa en entregas en esta columna, puede leerse completa en www.ciudadalfabetos.com)

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