EDITORIAL Caricatura editorial columnas editorial

La misión

Relatos de andar y ver

ERNESTO RAMOS COBO

 S U segundo nombre era fracaso, por lo que abrazaba la gradual posibilidad de éxito en su misión como una suerte de venganza de los raros. Quien le levantaría la mano sería el orgullo.

Tenía la intención de perfeccionar su proceso lentamente, dándole al tiempo su justa cadencia, dejando a un lado los modos impetuosos de su primera juventud. ¡Ahora es mi momento y tengo que demostrarlo! -volvía a pensar, y casi lo decía en voz alta, exclamándolo con toda la boca, mientras su cara redonda se reflejaba al espejo, ojeras, dientes amarillos. Se sentía cómodo en su madurez. Pero sobre todo se sentía conocedor de capacidades y motivaciones, de los sinuosos desajustes del psique humana. Atrás habían quedado sus limitaciones académicas, sus despistes afectivos, o el rencor que sentía cada vez que un conocido tenía fortuna. Ahora sus limitaciones le parecían una herramienta más. Su tartamudeo originario podía servir para engañar, o para por lo menos provocar lástima. Una breve modulación de voz podía desarmar al funcionario más riguroso del municipio, y así lograr que sintiera compasión desde la ventanilla, al final corrompiéndolo del todo. Sus capacidades debían de ser aun perfeccionadas, sin embargo no sería fácil. Pero nunca, nada, le había sido fácil. Y además su segundo nombre era fracaso.

Se volvió a quitar la corbata, porque de último le pareció innecesaria. Viéndose de nuevo al espejo realizó una especie de acto simulado de lavarse los dientes, con la yema del dedo índice que rechinó en los frontales. Desde siempre había estado al margen de sentirse cómodo con su cuerpo. Acostado boca arriba ni siquiera se veía los pies, y la noche lo despertaba con flatulencias intestinales, que llenaban de hedor las cobijas. Tal vez por ello se había impregnado de cinismo. No tenía nada que perder. Acabar en la cárcel no era un riesgo, porque de cualquier forma ya estaba solo en el mundo. Carecía de padres, de hermanos, de parientes.

El pequeño cuarto que rentaba le alcanzaba regenteando una tienda de costales de lona, donde también había tratado con funcionarios de protección civil, y donde también había perfeccionado sus artes corruptoras. Mas tenía la certeza que sus capacidades apenas estaban esbozadas. Sabía que podía más y con hechos lo había demostrado, desde aquella vez que hizo desistir a un policía usando la técnica del cínico influyente. Solamente le dijo firme: "lléguele maestro, váyase a molestar a otro lado, ¿qué no sabe con quién está tratando?", y sucede que sirvió, mágicamente. El mozalbete era apenas cadete de la Academia, y sorprendido y temeroso por el rigor, se lanzó a relumbrar la charola por otras calles del Centro.

Ese fue un acto limpio anti-autoridad, rápido cual dardo, que apenas duró un minuto. Fue tan fácil y tajante, que incluso le provocó una especie de adrenalina en el cuerpo de cortocircuito, como cable que calcina el miembro, y sintió poder, pero más bien, sintió otra cosa más tenebrosa en el fondo de su cerebro: por fin una luz en el camino: la posibilidad de libertarse de un contrato que él no había firmado.

Debía entonces perfeccionar al máximo sus capacidades disuasorias de corrupción plena, y así abandonar por fin el inquisidor flagelo del sometimiento al Estado. Podía lograrlo. Se lo había propuesto con todo rigor, y se sentía maduro y seguro de sí mismo. Probablemente por ello un acto de inspiración le hizo regresar al espejo, y ponerse la corbata, antes de salir a la calle. Algo le dijo que debía ir más presentable. Que para la cita en turno un factor básico era parecer honorable.

Leer más de EDITORIAL

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de EDITORIAL

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 543095

elsiglo.mx