Siglo Nuevo

La pantalla del Río de la Plata

La Historia Oficial (Luis Puenzo, 1985). Con aire sofisticado y cosmopolita, el séptimo arte rioplatense recupera público en el mundo.

La Historia Oficial (Luis Puenzo, 1985). Con aire sofisticado y cosmopolita, el séptimo arte rioplatense recupera público en el mundo.

Max Rivera II

La historia de las cinematografías mexicana y argentina se parece mucho. Pero en la sucesión de hitos y crisis simultáneas, los trayectos se separan de manera notable durante oscuros periodos, marcados por el endurecimiento gubernamental en el palacio rosado bonaerense.

Sin ánimo de entrar en comparaciones macabras, la experiencia mexicana -con la dictadura perfecta que denunciara Vargas Llosa- no pareciera tan mala como la Argentina. Los exabruptos represivos y la censura taimada en nuestro país no alcanzan a compararse con los años de pesadilla generalizada que vivieron los hermanos del Cono Sur. Entre golpes de Estado y guerras sucias, se retrasó el avance temático y técnico del cine argentino. Y pese a ello (o quizá debido a ello), al paso del tiempo y una vez liberado del fardo militar, su arte se levanta vigoroso y propositivo.

DE LA PAMPA AL ARRABAL

Tras repetir los pasos típicos de las industrias fílmicas nacientes (documentales primitivos, sketches elementales, noticiarios rápidos), el cine de la República Argentina tuvo su primer gran éxito comercial en 1915 con Nobleza gaucha, una melodrama sencillo que buscaba resaltar las cualidades morales de la vida campestre, en contraste con la perdición urbana. El director Eduardo Martínez de la Pera, apoyado en reconocidos actores de teatro y una trama vagamente inspirada en Martín Fierro, invirtió 20 mil pesos y recaudó un millón. Este éxito despertó la inquietud entre decenas de improvisados productores.

En la época muda destacó particularmente José Agustín Ferreyra, pintor y escenógrafo que se lanzó a dirigir imprimiendo su sentido estético, urbano, visceral y antiacadémico, a la personalidad temprana del cine de su país. Realizador prolífico, de una de sus aventuras iniciales con el cine sonoro, Ayúdame a vivir (1936), surgió la primera estrella internacional de la pantalla del Río de la Plata: Libertad Lamarque.

Con gran intuición y accidentes felices, la producción argentina creció durante los años treinta. Se establecieron los primeros estudios y el séptimo arte se convirtió en el pasatiempo favorito de la clase media. Sin llegar a ser abiertamente político, no evadió la realidad e incorporó temas socialmente relevantes. Las cosas pintaron bien para la industria y el arte del cine, pese a la inestabilidad política. Pero la cinematografía, con su influencia ascendente, no habría de librarse de las tentaciones autoritarias.

LA SOMBRA DE LOS FIERROS

La mano de los gobiernos dominantes, emanados de sendos golpes de Estado, parecía benigna al principio. Propuesto desde el año 38, en el 44 se aprobó el Primer Decreto de Protección a la Industria Cinematográfica Nacional. Esta ley impuso cuotas de exhibición en salas, tanto de número de butacas como de días, que debían reservarse para la presentación de películas nacionales. Sin embargo también pretendió regir los contenidos de las cintas a rodarse. Demandó argumentos de corte científico o literario y producciones con personal 100 por ciento nativo del país (y aprobado por el gobierno). A esas alturas del juego, Juan Domingo Perón y su distinguida esposa ya estaban instalados en la Casa Rosada.

El reto autoimpuesto por los argentinos fue competirle a México el mercado latinoamericano, en la medida que la aplanadora hollywoodense lo permitiera. Entre los filmes y realizadores destacables de este periodo están Mario Soffici con Prisioneros de la tierra (1939), Luis Saslavsky con La dama duende (1945), Lucas Demare con La guerra gaucha (1942), Leopoldo Torres Ríos con Pelota de trapo (1948), y Hugo del Carril con Las aguas bajan turbias (1952). La primera nominación al Óscar llegó en 1948, con la película del mismo año Dios se lo pague, de Luis César Amadori.

A lo largo de las décadas siguientes, conforme se enrarecía el clima político, grupos de directores y actores caían en desgracia frente al régimen, para luego perder sus trabajos o ser obligados al exilio. Dos de los primeros y más notables ejemplos fueron Lamarque y Saslavsky. La calidad del cine argentino decayó mientras el país se dividió en bandos. Peronistas y antiperonistas, electos y golpistas, juntas y desaparecidos; entre fricciones y represión, con intermitentes destellos, se fue apagando la pantalla.

>strong>DONDE HUBO CENIZAS, HAY FUEGO

Tras las elecciones de 1983, en las que ganó Raúl Alfonsín, comenzó la normalización democtrática argentina. Pese a la caótica situación económica, había esperanza y sed de justicia. Los realizadores se aprestaron a tratar las terribles heridas abiertas, salero en mano. La historia oficial (1985) de Luis Puenzo, y Tangos: el exilio de Gardel (1985) de Fernando E. Solanas, narran desgarradoras historias de desapariciones y persecusión. La cinta de Puenzo se alzó con el Óscar a la mejor película extranjera, reconocimiento que supo a venganza servida en plato caliente.

Eliseo Subiela nos brindó dos bellas muestras de cine soñador (mas no ingenuo) con Hombre mirando al sudeste en 1986 y El lado oscuro del corazón en 1992. Otros buenos ejemplos se fueron sumando, pero las profundas crisis económicas forzaron una nueva desaceleración.

Al aumento de costos de producción, los cineastas respondieron como era debido: filmando sin dinero. Pizza, birra, faso (1998) de Caetano y Stagnaro, retrata de manera cruda una realidad igual, en la que jóvenes sin prospectos quedan atrapados la delincuencia. Mundo grúa (1999) de Pablo Trapero y La ciénega (2001) de Lucrecia Martel comparten esta mirada hiperrealista, austera e intimista que conforma una de las tendencias del nuevo-nuevo cine gaucho. La otra tendencia también es efectiva y personal, pero tiene más plata.

Con recursos suficientes y manufactura elegante, algunos directores que trabajaban en Hollywood volvieron a trabajar en su tierra. Fabian Bielinsky adaptó géneros poco usuales, como el thriller de estafas y el psicológico sobrenatural con Nueve reinas (2000) y El aura (2005). Por su parte, Juan José Campanella ha traído un lustre y formalidad de realización muy propios de Norteamérica. Con El hijo de la novia (2001) y El secreto de sus ojos (2009) pone a Argentina en una posición destacada del mercado global. Se trata de películas bellísimas, que no por sentimentales dejan de lado las inquietudes que arrastra la nación desde sus épocas oscuras. El secreto... resultó ganadora del Óscar a la mejor cinta extranjera en 2010. Si dicho galardón no parece validación suficiente o deseable, hay que considerar que los dos premios de la Academia son sólo una pequeña muestra tomada de entre los muchos reconocimientos internacionales que ha recibido el cine argentino reciente.

Con aire sofisticado y cosmopolita, fiel a la imagen que el propio país quiere presentar al mundo, el séptimo arte rioplatense recupera público en el mundo, mientras demuestra que para hacer buen cine se puede prescindir del dinero o la infraestructura, pero no de la libertad.

Correo-e: mrivera@solucionesenvideo.com

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