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La percepción de la injusticia

Mauricio Merino

Es difícil compartir una idea común de la justicia. Cada quien suele tener percepciones diferentes sobre la moral y el deber ser, y también sobre la decisión de intervenir en otras vidas o sobre los límites a la influencia de otros en nuestra vida propia, etcétera. En cambio, es mucho más fácil advertir la injusticia cuando ocurre. En cuestiones de ética pública, la negación práctica de los valores que nos permiten convivir es mucho más clara y pedagógica que cualquier afirmación. Aunque también duele mucho más.

En La idea de la justicia –un libro recién publicado en castellano-, Amartya Sen lo dice de la manera más sencilla: “Lo que nos mueve con razón suficiente no es la percepción de que el mundo no es justo del todo, lo cual pocos esperamos, sino que hay injusticias claramente remediables en nuestro entorno que quisiéramos suprimir“.

Injusticias que multiplicadas de manera sistemática, sin embargo, nos llevan a la convicción de que vivimos en un lugar donde la justicia es simplemente una quimera, pues una cosa es advertir una injusticia y otra diferente vivir rodeado de ellas o, peor aún, asumirlas como una forma de vida.

Digo esto por que la última semana ha estado plagada de esas señas de injusticia que duelen y mueven la conciencia. Por ejemplo, las conclusiones a las que llegó la Procuraduría de Justicia del Estado de México sobre el “trágico accidente“ que sufrió la niña Paulette Gebara.

Ya se ha dicho casi todo y sale sobrando añadir algo más sobre ese caso lamentable. No obstante, el episodio que comenzó como voyerismo colectivo ha terminado en una trágica injusticia: en una burla.

En otro sentido, el secuestro de Diego Fernández de Cevallos es, al mismo tiempo, una consecuencia y la causa de otras injusticias. Tras la captura, no sólo vuelve a quedar de manifiesto la ineficacia de la fuerza pública para localizar al personaje y rescatarlo, sino la modesta y silenciosa rendición del Estado ante la contundencia de los criminales. No sólo hay una tragedia en el secuestro, sino que la hay también en la aceptación explícita de que la mejor contribución que puede hacer el Gobierno mexicano a la recuperación de Fernández de Cevallos es mantenerse al margen.

El chantaje no sólo sucede por la impotencia de quien lo padece, sino que es una de las formas más diáfanas de la injusticia. Y por lo visto nadie quiere siquiera parpadear para evitar el enfado de los secuestradores y facilitar lo que, con un doloroso eufemismo, se califica como una pronta y eficaz negociación. Fernández de Cevallos está lejos de compararse con una niña discapacitada e indefensa, pero si tampoco él puede apelar a la justicia, entonces ¿quién puede hacerlo? Como si se tratara de una explicación, esta semana nos enteramos también de que el Tribunal Federal de Justicia Fiscal y Administrativa tuvo a bien ponerse por encima del IFAI, arrogándose facultades que nadie le otorgó, para impedir que se abriera información que debería ser pública. Ese tribunal existe para salvaguardar el derecho de las personas ante los abusos de las autoridades administrativas. Pero en esta ocasión decidió actuar al revés: aceptó defender a las autoridades que se niegan a ofrecer información para negarle ese derecho constitucional a las personas. Otra injusticia manifiesta, avalada con retórica jurídica, que de aceptarse, mataría de plano la existencia del IFAI.

Por fortuna, en estos días también nos enteramos de que el documental Presunto Culpable, producido por Roberto Hernández y Layda Negrete, se ha convertido en un éxito en cada festival de cine que va pisando. Ambos habían producido El túnel, cuando fueron profesores de derecho en el CIDE. Y tras esa experiencia, saltaron al éxito mundial con este nuevo documento cinematográfico que revela una larga secuencia de injusticias cometidas sobre alguien que no tuvo más falta que pasar por el lugar inapropiado en el momento más inoportuno, y convertirse en otro de los expedientes construidos ad hoc por ministerios públicos y jueces mexicanos para justificar el sueldo que les pagan. Dos académicos del CIDE convertidos de pronto en productores de documentales, que decidieron poner en una cinta la evidencia dura de la injusticia mexicana.

Sé de sobra que hay muchos más ejemplos, día a día. Solamente he recogido algunos de los que han estado presentes en la prensa mexicana durante la última semana. Y me pregunto si Amartya Sen tiene razón y algún día podremos construir un sentido de justicia colectiva –que es nuestra condición fundamental para sobrevivir- a partir de la reiteración de esos ejemplos de injusticia. Ojalá sea de ese modo, para evitar que sigan siendo parte del paisaje cotidiano.

El autor es profesor investigadordelCIDE

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