H Ará unos treinta años que por primera vez tuve un acercamiento al mundo de la drogadicción a través de mi amiga Cotilla, quien formó un grupo de voluntariado para apoyar a su segundo marido, director por entonces del primer Centro de Estudios en Farmacodependencia.
Yo, que nunca me pierdo la oportunidad de meterme donde no me llaman, me apunté. El problema de la droga no era nuevo, pero amenazaba con crecer. "Crecerá proporcionalmente a la difusión que se le dé, advirtió el marido de Cotilla, y no se equivocó. El narco empezó a copar los titulares de los medios.
El cine y la televisión explotaron el tema hasta convertirlo en algo glamoroso. Como en las películas de acción, los narcotraficantes se mueven en maravillosos escenarios: magníficas fincas, aviones, helicópteros, armas chapadas en oro y con incrustaciones de diamantes (imagino que duermen con ellas y las miman más que a sus mujeres).
Tampoco faltan en el escenario lindas jovencitas, que ávidas de compartir riqueza y aventura se la juegan complacientes con los narcos porque tal vez ignoran que una vez adentro no hay salida: "Era divino, súper-buena-gente, duramos dos años de novios, el primero porque yo quería, el segundo obligada porque me decía: ¿Ah no? A ti no te voy a hacer nada, pero lo primero que hago es matar a tu papá y a tu mamá. Con eso, te quedas sufriendo toda la vida. El hijuemadre me enredó, le cogí miedo, no lo dejé, prefería tener papá... (Confiesa una tal Pamela a Lola Huete, autora de "Las muñecas de los narcos".
Entre el olor a sangre y el reguero de muertos, está la droga, las traiciones, las rencillas; las orgías, la ostentación y el dispendio, los dólares. Dinero ¿fácil?... yo diría que el más difícil. Poderosos un día, fugitivos a toda hora.
Un corto tiempo de chance, pero siempre en la clandestinidad y en el pánico. Los días contados, la vida en fuga. Algunos recordarán todavía el caso de Caro Quintero. Cuando lo encontraron en Costa Rica, en una magnífica finca de su propiedad, compartía desnudez con su novia Sarita Cosío Vidaurri, nada menos que la hija del ex secretario de Educación en Jalisco, y sobrina de un ex gobernador. "No estoy secuestrada, estoy enamorada de Caro Quintero", declaró la muchachita.
Detenidos ambos con lujo de fuerza, los medios casi los convierten en héroes. En esa época, el que no era narco lo quiso ser. Caro tenía treinta y tres años y porque la suerte sopló a su favor, en vez de acabar con el cuerpo cosido a balazos, desnudo y cubierto de dólares, como Beltrán Leyva; acabó en la cárcel donde hoy, veinticinco años después, embrutecido por las vejaciones que la prisión conlleva, es un zombi que corre vueltas y vueltas alrededor del patio del penal. Nada lo detiene, nada lo interrumpe, carece de expresión, carece de lenguaje.
Sandra Ávila Beltrán, personaje de novela, y muy pronto de película; poseedora de ranchos, autos, casas y una lista interminable de carísimas joyas; hoy recluida en Santa Martha Acatitla reconoce: "En la cárcel lloramos todos. Ahora tropiezo con los muros de mi celda entre la depresión y el ánimo, medio muerta y medio viva, caída y vuelta a levantar".
Esa realidad jodida, ese mundo sin futuro, el dinero que no sirve para nada en el panteón; eso es lo que habría que publicar en todos los medios para que los jóvenes sepan que el promedio de la pavorosa vida de un narco, es de treintaicinco años, que su presente es el miedo, la vida en fuga; y que sólo si tienen mucha suerte, los espera el penal, para que penen ahí el resto de su vida.
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