Lo recuerdo con nostalgia. Eran tiempos en que aún se hablaba entre la gente rústica de antes de las cabañuelas, que era una manera de calcular empíricamente las condiciones atmosféricas que imperarían, partiendo de un día determinado, durante los doce meses siguientes. Hombres sencillos, acostumbrados al campo, sin otro instrumento que sus propias deducciones podían establecer si habría lluvias, viento, calor o frío en determinados meses del año, con gran exactitud, dando por entendido que así sucedería. Los torreonenses vivían en cierto aislamiento por lo que respecta al resto del mundo.
Es obvio que no existía la televisión, los aparatos telefónicos eran para unos cuantos privilegiados, las ondas hertzianas pasaban a través de radiorreceptores de galena, que entre extraños ruidos, estruendos, rechinidos y crujidos recogía y transformaba en sonidos las ondas emitidas por un radiotransmisor. No era raro que el espacio entre los bulbos y la bocina sirviera de refugio a escurridizos roedores. Los lugareños salían por las tardes, a la banqueta del frente de sus casas, previa colocación de sillas a mitigar la resolana, platicando los acontecimientos del día así como los chismes más escandalosos.
El platicar del tiempo era una de las distracciones favoritas de los aldeanos, en un pueblo de escaso vecindario, donde el cotilleo estaba a la altura de un pasatiempo que nadie quería perderse. La lluvia no era entonces igual que en otras partes, las grandes polvaredas cubrían el cielo como un monstruo que atrapaba los rayos del Sol, ensombreciendo el ambiente, provocando remolinos que arrojaban basura y polvo sobre el caserío, volviendo irrespirable el aire para los habitantes de este olvidado villorrio, quienes quedaban como la mujer del bíblico Lot, convertidos en seres fantasmales, atascadas las gargantas de corpúsculos, cubiertas las ropas con un velo de polución, sin poder articular palabra.
Un fuerte viento soplaba despiadado tapando las vías respiratorias. Vuelta la calma, después de algún tiempo, los antiguos habitantes se asomaban a las puertas de sus viviendas. Eran días bucólicos, en que había pastores y campesinos, dispuestos a ensayar sus dotes de meteorólogos prácticos para vaticinar cuándo terminaría el diluvio de tierra. Se decía en aquellos días, que más valía un buen observador que toda una universidad. Claro, la imaginación era parte fundamental.
Para los que habitan en grandes ciudades difícilmente oirían hablar de las cabañuelas como una manera de saber sobre las condiciones del tiempo en ciertas épocas del año en una región en particular.
Si sabemos que la cuenta de los meses nos da el número doce, tomemos el día 6 de enero como el equivalente al clima que prevalecerá el mes de junio. Si estuvo haciendo frío y nublado en la mayoría de sus horas, los antiguos moradores de esta comarca consideraban que así se comportaría todo el sexto mes de ese año. Así era el cálculo en cuanto a los primeros 12 días contando en sentido inverso hasta llegar a diciembre. ¿El porqué de enero? Bien a bien no se sabe, no existe una explicación verosímil, pero lo que sí se sabe es que los días de enero rigen de forma aproximada la meteorología de los siguientes meses.
Las personas que vivían en el campo, Torreón era una villa pequeña rodeada de cultivos, podían y lo hacían, con base sólo en la observación visual, realizar una predicción que se cumpliría al pie de la letra en un ancestral procedimiento en que se tenía la convicción que así ocurriría. La técnica pasaba de padres a hijos en zonas rurales. Lo que hoy en día resulta muy raro pues ha habido un desplazamiento de los campesinos que han venido engrosando las ciudades en las que nada más en macetas se cultiva la tierra.
Es por eso que ha caído en desuso. Antiguamente la capacidad para entender los fenómenos meteorológicos estaba reducida a unos pocos, magos, astrólogos, sacerdotes.
Sin embargo, es el pastor que anda en los valles todos los días mirando y llegando incluso a hablar con el medio que lo rodea, que sabe cuándo va a llover, cuándo nevará, si debe buscar refugio porque se avecina una tormenta o si debe recoger más leña porque su instinto y lo que ve le indican que el invierno va a ser duro, el que más sabe de lo que es el tiempo y de sus giros, no necesita de estudios como no sea los que la propia naturaleza le enseña.
El labriego puede ser considerado un poeta que ve pasar las nubes a las que habla y le hablan, encontrando el origen de la vida. Aun hay pastores en el campo que voltean hacia el cielo sabiendo interpretar sus señales. Son los que aun podrían seguir con la tradición de elucidar el tiempo, deduciendo con más precisión que un avispado meteorólogo cuándo necesitamos abrigarnos.
En fin, buenos tiempos aquéllos de un romanticismo excepcional, en que aun las cabañuelas formaban parte de nuestras vidas, que era parte del bagaje de personas sencillas sin ínfulas de saberlas de todas, todas.