La Navidad es propicia para el abordaje de temas poco usuales. Esta semana reflexionaré sobre las formas como se vive el catolicismo, lo haré por medio de las historias de mis abuelas, de Marcial Maciel y de José Álvarez Icaza.
Mis primeros años transcurrieron en el Jalisco cristero y mis abuelas representaron dos versiones del catolicismo. La paterna emulaba al Dios severo, manejaba dictatorialmente al marido, a casi todos sus hijos envió, con vocación o sin ella, al sacerdocio y al convento. Cuando mi padre salió "o lo expulsaron" del seminario vivió una sexualidad desenfrenada mientras se enlodaba como "operador" del sistema. Murió a los 33 años dejando hijos con al menos seis mujeres; convencía a las remisas con bodas oficiadas por algún amigo de parranda disfrazado de cura. También acostumbraba llevarle serenatas a su mamá que sazonaba con sonoras mentadas de madre a los jesuitas y al señor obispo. Su mamá, mi abuela, se desahogaba santiguándose cuando me veía y haciéndome saber que ya estaba condenado por ser hijo del pecado (soy fruto de uno de los matrimonios "patito").
La abuela materna practicaba un catolicismo bondadoso e incluyente. Como sumisa campesina de su época, procreó 18 hijos, de los cuales a ninguno impuso un destino fijo; bastante tenía con mantenerlos cuando al abuelo le dio por irse de bracero estacional. Por ella conocí una iglesia que no discriminaba a los hijos por las condiciones de su nacimiento. Fue de la Orden Tercera Franciscana (laicos) y me inscribió en la cofradía de los Cordígeros (la rama dedicada a los menores de 15 años). Un momento cumbre de mi infancia fue aquella ceremonia religiosa en la cual me entregaron el cordón franciscano que me servía, en mis fantasías infantiles, para lazar y amarrar a la abuela bruja.
La bipolaridad es un rasgo de la Iglesia Católica. Está la que exige obediencia a las jerarquías y resignación y silencio frente a las injusticias porque, hijos míos, a la gloria se llega atravesando un valle de lágrimas. Luego está la iglesia solidaria con los pobres y los desposeídos; la que no discrimina por el origen, el color o la orientación sexual; la que demanda justicia durante la vida terrenal. Es una dicotomía muy común.
El padre Marcial Maciel es la expresión más grotesca y extrema de la iglesia de las impunidades y las arrogancias. Fue un exitoso pederasta bisexual que procreaba hijos a los que, en un arrebato de igualitarismo, también violaba. Adicto a las drogas, construyó una red de complicidades en el Vaticano distribuyendo favores y sobres repletos de dólares. Al mismo tiempo construyó un emporio religioso tan poderoso que fue candidato en vida a los altares. ¡Ay de quienes osaran revelar sus tropelías!
Maciel falleció en 2008 y hace unos días la iglesia le impuso una terrible condena. El pasado 6 de diciembre la Legión de Cristo lo condenó al olvido, una fórmula aplicada por egipcios, romanos, Vaticano y soviéticos a personajes incómodos. El 13 de diciembre Jorge Alcocer recordó, en el programa que conduce Carmen Aristegui para MVS, que la última vez que lo aplicó el Vaticano fue con el Papa Borgia. Varios siglos después renace la damnatio memoriae (condena de la memoria), y ya no se celebrará y recordará el "nacimiento, bautismo, onomástico, ordenación sacerdotal y muerte" de Marcial Maciel.
El mismo día que se informaba sobre la reclusión de Marcial en las mazmorras de silencio finalizaba el novenario dedicado a José Álvarez Icaza cuya obra hizo posible la debacle del pederasta. Pepe construyó en silencio una catedral de espiritualidad, congruencia y respeto a la dignidad del otro. Cuando uno revisa sus expedientes en la Dirección Federal de Seguridad es notable la escasa atención que le concedió el régimen al Centro Nacional de Comunicación Social, Cencos, creado en 1964. Consideraban irrelevante y marginal al movimiento moderno de derechos humanos en México, sin darse cuenta del profundo impacto que tendría esa revolución cultural.
Si el p. Maciel (así pide la Legión que se le cite) terminó en el basurero de la historia es porque algunas de sus víctimas tomaron la dolorosa decisión de denunciar y difundir las violaciones a sus derechos cometidas por un pederasta que se justificaba con el Nazareno. La justicia simbólica también se debe a los periodistas que arriesgaron sus carreras difundiendo las tropelías del farsante. Un desenlace inevitable cuando el mundo supo de la herencia de una plaga de curas pederastas.
El nacimiento de Jesús es un momento propicio para las utopías. En esta Navidad un católico hipócrita recibe un castigo simbólico; es tan poco frecuente que se combata la impunidad que debería inscribirse el hecho en los muros del Congreso y la Catedral. También despedimos a Pepe Álvarez Icaza, que al igual que mi abuela materna y tantos otros mantienen con vida el espíritu cristiano original. Sí hay motivos para celebrar.
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Colaboró:
Rodrigo Peña González.