El revuelo que causó la reciente jurisprudencia de la Suprema Corte, determinando que las pensiones por invalidez, vejez, cesantía en edad avanzada y muerte, otorgadas por el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) a cierto grupo de trabajadores afiliados, tenían como límite máximo 10 veces el salario mínimo vigente en el Distrito Federal, puso al IMSS otra vez en el debate público.
El problema medular es que este Instituto, a lo largo de su historia ha experimentado varios cambios que, en principio, debieran haber sido para mejorar el servicio prestado a quienes son la razón de existir de esa institución de seguridad social: sus trabajadores afiliados. Sin embargo, en la práctica los mayores beneficiarios del IMSS son sus propios trabajadores.
Éstos, a través de diversas conquistas sindicales, fruto de años de presiones políticas y de una "generosidad" irresponsable de gobiernos y legislaturas anteriores, han acumulado jugosos beneficios laborales y económicos que hacen palidecer a los que se otorgan a los trabajadores afiliados y a sus familias.
Es decir, como en la conocida historia sobre el extraño caso del Dr. Jekyll y el Sr. Hyde, el mismo IMSS presenta dos caras: la de un bondadoso empleador y la de un pésimo proveedor de servicios.
Esta dualidad, lamentablemente, se autoalimenta porque entre mayores recursos se destinen para cumplir los compromisos del IMSS como empleador, menores los que quedan disponibles para atender a la población derechohabiente que, en principio, tendría que ser la prioridad en el uso de esos recursos.
Y es ahí, precisamente, donde está el meollo del problema. Nuestro sistema de seguridad social está organizado para servir a los intereses de sus trabajadores y sindicatos en vez de los de sus usuarios.
Como todos los sistemas de seguridad social basados en el concepto de reparto, esto es, que las cuotas de los nuevos afiliados sirvan para afrontar los requerimientos de la población que se jubila, el esquema del IMSS está comenzando a sufrir una crisis porque cada vez es menos relevante la cantidad de nuevos afiliados y mayor la de los que pasan a retiro.
Sin embargo, en nuestro caso el problema es más grave por dos razones principales. La primera es que el IMSS usó recursos que tenían que haberse guardado para financiar las pensiones, para obras de infraestructura como la construcción de clínicas e instalaciones recreativas que, en este momento, no le generan al instituto nuevos flujos de recursos.
Segundo, la disponibilidad inmediata de un monto significativo de cuotas y la poca exigencia inicial de una población afiliada en retiro, le permitió al IMSS concederle al sindicato de sus propios trabajadores beneficios generosos y prestaciones espléndidas que, en este momento, no se pueden financiar ni siquiera con la totalidad de las cuotas obrero-patronales aportadas regularmente.
Presionado por esas concesiones, el IMSS está tratando de mantener su viabilidad económica limitando los gastos en otros destinos, y a todas luces reduciendo la calidad de sus servicios, como amargamente lo atestiguan diariamente sus usuarios. Es la actitud del Sr. Hyde.
El gran problema con esta estrategia es que esa misma actitud no se toma con respecto a los propios trabajadores de la institución, los cuales siguen disfrutando de privilegios excepcionales, asumiendo el IMSS más bien ante ellos el papel del Dr. Jekyll.
El cambio de un esquema de reparto a uno de capitalización para los afiliados al Instituto, no resuelve el meollo del problema del IMSS. Para ello es necesario que su sindicato acepte modificar su contrato colectivo para elevar el número de años de antigüedad y la edad mínima de retiro; así como eliminar y reducir muchas de sus canonjías y "conquistas sindicales".
Hay que ir, de hecho, más allá. El pésimo servicio que presta el IMSS requiere no sólo de una reforma que modifique el actual sistema de pensiones y jubilaciones de sus trabajadores, sino que además abra la posibilidad de que sean los consumidores quienes elijan los proveedores de los servicios de salud.
El Gobierno financia el gasto médico y de salud, pero ello no quiere decir que necesariamente tiene además que proveerlo. Por ejemplo, en Holanda más del 90 por ciento de los hospitales que proveen los servicios de salud pública son organizaciones privadas sin fines de lucro.
Urgen, en consecuencia, cambios legales y constitucionales para evitar que los trabajadores del IMSS nos lleven, en algunos años, a un trastorno financiero de dimensiones mayúsculas. Falta ver si existirán los valientes con las agallas políticas suficientes para realizar esos cambios.