Nada de lo que está sucediendo en las elecciones locales en curso debería sorprendernos; se trata de las mismas conductas destructivas, codiciosas y absurdas que hemos visto repetirse una y otra vez desde que se estableció el régimen burocrático de partidos y se perdió el espíritu de construcción democrática que nos ilusionó en la última década del siglo pasado. Pero, aun sin sorpresas, el desastre electoral que estamos viviendo debería causarnos alarma e indignación.
Apenas si es necesario insistir en que los resultados electorales pueden ser aceptables sí y sólo sí los procesos electorales que les anteceden producen confianza. Hace años lo sintetizó muy bien Felipe González, el ex presidente de España, y yo no me canso de repetirlo: lo fundamental de las elecciones no es sólo asignar ganadores, sino generar condiciones para que las derrotas sean aceptables. Una vieja idea hegeliana -dialéctica pura- que nos advierte sobre el verdadero sentido de la legitimidad democrática: no la que quiere imponer vencedores a cualquier costo, arrebatando y atropellando a quien sea y como sea, sino la que quiere convencer de su triunfo y afirmarlo en el reconocimiento del adversario.
Pero nuestros principales actores políticos están sumidos en otra lógica, que no se explica por la búsqueda de legitimidad democrática sino por la más pura y dura corrupción burocrática: codician el poder para repartir puestos y presupuestos y desean conservarlo usando esos mismos recursos.
Lo decía bien Alberto Olvera, hace unos días, en las páginas de El Universal, durante los últimos años se han quebrado "los principios que guiaron la lucha por la democracia electoral: equidad en la competencia, autonomía de los órganos electorales y control de la intervención privada en el financiamiento de las campañas". Y yo pienso que también se han minado, a fuerza de golpearlas todos los días, la confianza y la esperanza de los ciudadanos en este nuevo régimen que quisimos darnos para sortear los problemas del siglo XXI. Pero es una pena que se reniegue de la democracia cuando lo que nos ha faltado, en realidad, es una clase política democrática.
A estas alturas, ya es difícil imaginar que alguna elección estatal saldrá bien librada. Y más todavía porque unas contaminarán a las otras. Sea por la intervención directa de algunos gobernadores, documentada de la peor manera posible; sea por el diligente trabajo político de los delegados federales, puestos a favor de los intereses del PAN; sea por las prácticas clientelares irredimibles de las izquierdas y sus candidaturas fallidas, sea por la influencia pactada de los principales medios de comunicación en las entidades o sea por la entrada de dineros inexplicables a las campañas, lo que hemos visto en estas semanas ha sido una larga secuencia de despropósitos repetidos sin liderazgos, ni ideas políticas, ni propuestas que valgan la pena. Que me perdonen los publicistas de los partidos, pero no parece estar en disputa lo nuevo contra lo viejo, ni lo corrupto contra lo honesto, ni lo refrescante contra lo caduco. Más bien, en todos los partidos están corriendo los mismos aires: ganar como sea, ganar a cualquier precio.
Tampoco será fácil "limpiar" los procesos electorales que ya están dañados. No lo será porque los propios partidos se negaron a sí mismos la posibilidad de contar con un arbitraje imparcial. Ciegos y sordos por las ambiciones políticas inmediatas, creyeron que los órganos electorales debían ser suyos: responder a sus intereses, representarlos. Y en lugar de fortalecer a los institutos electorales y de auspiciar la vigilancia de los ciudadanos y de establecer cláusulas de garantía y equidad válidas para todos, optaron por repartírselos, creyendo que la suma de parcialidades equivalía a la imparcialidad. Y hoy se llaman a escándalo ante el resultado de sus decisiones.
Con todo, todavía cabe la esperanza de que al final del proceso acaten las decisiones del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, que volverá a ser el último recurso institucional disponible antes de incendiar a las entidades. Y también cabe la posibilidad de que el Tribunal saque la casta, pensando en los horrores que se nos pueden venir encima en el año 2012 y decida llamar al orden a los partidos y a sus aliados corruptos. Si ya es inevitable que vivamos más crisis políticas, mejor que sea cuanto antes. Si hoy hacemos la vista gorda, después será casi imposible evitar que la sucesión presidencial no reproduzca la misma dinámica de ganar como sea (otra vez), pero con efectos devastadores ya no sólo para la democracia recién nacida, sino para la estabilidad política y el futuro inmediato de México. Nunca habrá mejor "Iniciativa México" que salvar nuestro precario régimen democrático.
(Profesor investigador
Del CIDE)